Y se hizo la palabra
Autor:
Me gusta:
Que la ciencia requiere una creatividad sin límites es constatable hasta en el uso que hacen los científicos del lenguaje. La mayoría de los hablantes andamos a la caza de palabras que ya han sido creadas para expresar conceptos y comunicar sentimientos y sensaciones, a menos que queramos inventar un nuevo vocablo. Pero eso de querer crear voces no es un deseo al que accedamos con facilidad, porque ello requeriría tener que explicar qué significan y en qué contextos son más adecuadas cada vez que las queramos usar.
Los científicos, en cambio, no tienen opción: están obligados a nombrar todo el tiempo, luego de que su “creación” ha tomado cuerpo y exige un apelativo. Un requisito deberá ser inviolable a la hora de la innovación lingüística: evitar la ambigüedad. En consecuencia, en la jerga científica no hay lugar para sinónimos. Ya desde la Ilustración había dado frutos un esfuerzo por unificar la parafernalia de denominaciones dadas a seres vivos, animales o plantas, que hasta entonces variaban considerablemente: el resultado fue el Sistema Naturae de Linneo.
Con el tiempo ha quedado establecido que, para crear un término nuevo, los científicos cuentan fundamentalmente con dos recursos: el de la formación a partir de raíces clásicas, griegas o latinas: axón, encefalopatía, catalizador, isómero; y el de la formación de origen no clásico. Este último es acaso más divertido: los “nombradores” dan rienda suelta a su imaginación o incluso a su buen humor.
Así encontramos ribosoma, dedicado al Rockefeller Institute of Biology; velcro, contracción de las palabras francesas veloursy crochet; gas, invención de J. B. Van Helmont en el s. XVII; big bang, término burlesco que triunfó en contra de los deseos de su creador.
Entonces, usted que pensaba que la ciencia es solo cuestión de cálculos fríos, ¿qué dice ahora?
Comentarios
Realmente es un gusto leer
Añadir nuevo comentario