Inicio / Monte Adentro / Pasajes del Toa (2) (1988)

Pasajes del Toa (2) (1988)

Miguel Alfonso Sandelis
27 septiembre 2025 | 1 |

El bello salto de la fina aguada. (Foto de la época y otra tomada en el mismo lugar en el año 2014).


Aquella primera navegación por el Toa tuvo el encanto de lo nuevo, lo inesperado, lo sublime. Y también tuvo una protagonista: la ingenuidad. De aquella experiencia sacó nuestro grupo su nombre.

Cosas del Chardo

Lunes 8 de agosto de 1988

Tras navegar unos pocos metros de aguas más calmadas, nos acercamos a un rápido tumultuoso, pero pasable, y comenzamos a tirarnos por él. El entretenido Chardo no hizo más que lanzarse y se cayó de la balsa, pero metido en el chorrero, la siguió agarrando fuertemente.

El Oso y Moné subieron por las piedras en su auxilio y le dijeron que soltara la balsa, pues no veían una opción mejor, dada la situación en la que él se encontraba. Pero el Chardo seguía agarrándola y les respondía que “¡No!” insistentemente. Finalmente, el Chardo reveló el porqué de su inexplicable actuación: “Es que estoy amarrado”.

Así mismo era; aquel entretenido ser había navegado hasta allí amarrado a su balsa con un nylon de pescar. A esa hora Moné y el Oso tuvieron que halar la balsa para sacarla del atolladero. Luego el Oso picó el nylon, no sin antes decirle al Chardo cuánto se le ocurrió. Así el entretenido pudo continuar la navegación.

El Chardo en el Toa.

Los tábanos

En esos kilómetros iniciales de navegación supimos por primera vez de los tábanos. Esas grandes moscas se nos posaban en el cuerpo y comenzaban a picarnos mientras avanzábamos dando brazadas. Uno trataba de espantarlas y los bichos ahí, sin importarles nada más que picar. Entonces no había otro remedio que parar la navegación y meterles un manotazo. A diferencia de las moscas comunes, los tábanos no tienen la misma velocidad de reacción y es más fácil salir de ellas por esa vía.

La primera acampada a orillas del río

Después de pasar el Gran Salto, comenzamos a buscar un lugar donde acampar, hasta que encontramos a la derecha, entre piedras, algunos espacios de arena y decidimos plantar campamento allí mismo. Cargamos las balsas hasta una altura prudencial. Luego sacamos la ropa mojada y la tendimos sobre las enormes piedras que nos rodeaban. Muy pronto la ropa se secó, gracias al calor que guardaban las piedras por el sol recibido en el día.

En pleno ajetreo por la acampada, Alexis se dio cuenta de que había dejado olvidado su reloj en Totenemos. Él, que se ufanaba de ser organizado, según sus propias palabras había dejado “puesto el reloj sobre una piedra”. A partir de ese momento, cada vez que algún regado dejaba algo botado en el grupo, la frase correspondiente era: “lo dejó puesto”.

Como no nos quedaba mucha comida enlatada, decidimos cocinar arroz por primera vez en la guerrilla (en el año 88 las latas abundaban), para lograr llenarnos. La agraciada leña que descansa en las orillas del Toa, sometida a un bravío sol durante el día, es un efectivo combustible para cualquier candela. Por ello no nos costó mucho trabajo cocinar, teniendo en cuenta además que la lluvia caída había sido muy poca y que no llovió más en toda la tarde.

En plena cocinadera, pisé un carbón incandescente, que me dejó su marca en el pie izquierdo. El efecto no fue mayor porque mis pies tenían una dureza no habitual. Acostumbrado desde niño a andar descalzo por los dientes de perro de la Playita de 16, mis plantas se habían endurecido de tal modo que podía navegar descalzo.

Antes de la seis de la tarde ya estábamos comiendo. Al concluir el “banquete”, nos preocupamos entonces por agenciarnos y acomodar un lugar para dormir. Algunos instalamos mosquiteros, que para nada hacían falta, pues en esas zonas montañosas los mosquitos acosan solo de día. Las balsas nuevamente serían los colchones que nos propiciarían cierta comodidad al acostarnos.

Cayó la noche sobre el Toa, y más tarde, el sueño sobre nosotros. Concluía así la primera jornada de navegación en la historia de aquel grupo que solo llevaba siete meses de fundado. Muchas jornadas navegantes por el Toa y el Jaguaní vendrían después, pero aquella, la primera, fue por el tramo más duro de todos, como para tener una iniciación por todo lo alto.

Mal Nombre por primera vez en Mal Nombre

Martes 9 de agosto de 1988

La noche se fue tranquila a orillas del Toa. Nos levantamos con el amanecer, desayunamos leche condensada y recogimos el campamento sin gran apuro. A las nueve de la mañana ya estábamos listos para iniciar la segunda jornada de navegación. Esta sería de diez kilómetros y debía concluir en un enigmático lugar llamado “Mal Nombre”, que soñábamos fuera algún pueblecito con una cafetería que nos permitiera matar el hambre crónica que cargábamos encima.

Comenzamos a navegar en un día espléndido y pronto tuvimos una grata sorpresa. Al doblar una primera curva a la derecha, vimos en la orilla izquierda el bellísimo salto de una fina aguada. En el lugar, el agua salta unos 40 metros, bañando en su descenso a la roca algo rojiza de una escabrosa e inclinada ladera.

Aunque en el primer kilómetro de navegación pasamos tres rápidos intensos, se apreciaba que el tramo a recorrer en el día sería mucho menos accidentado que el anterior. A medida que avanzábamos, las lomas a los lados se alejaban más del río y nos parecían de menor altura. En plena navegación, una extraña abeja negra me picó en el abdomen y el dolor me duró un rato.

El tramo del día -al ser menos frecuentes los rápidos- exigía nadar más.  Aunque la corriente era más suave, la novia de Héctor siguió con sus melindres. Los demás aprovechamos la experiencia del día anterior para bajar los rápidos con más éxito.

Por la tarde se nos mostró a la vista un cocal e hicimos un alto en una playita, junto a un arroyo que bajaba a la izquierda del cocal. Alexis solíamos tumbar cocos a pedradas, pero aquellas matas eran demasiado altas. No obstante, vimos unos cocos sobre el suelo, los abrimos a machetazos y con ellos aplacamos algo el hambre, pues casi todos tenían una masa gruesa y sabrosa.

Desde el cocal salieron en la delantera mi hermano y Alexis, mientras yo me quedé esperando a Héctor y Luis y su novia, que venían en la retaguardia. Cuando los últimos llegaron, continuamos la navegación y un kilómetro más adelante rebasamos el arroyo más ancho que habíamos visto hasta entonces –de unos cuatro metros de ancho-, que entroncaba con el Toa por su orilla izquierda. No lo sabíamos entonces, pero aquel era el arroyo Mal Nombre, uno de los que más caudal le aporta al Toa

El río nos hizo girar a la derecha y luego a la izquierda, para después dar un rodeo. En ese trayecto, vimos un caballo sobre el arenazo de una ancha playa ubicada a la derecha del río. Desde nuestra salida de Totenemos en la mañana del día anterior, no habíamos visto alma humana alguna, ajena a nosotros. Aquel caballo era el primer indicio de que nos acercábamos nuevamente a los humanos.

Ya eran las cuatro de la tarde, precisamente la hora que me había aconsejado Roberto para terminar la navegación cada día, en función de que diera tiempo a que se nos secara toda la ropa, pues más tarde, con el ocaso del sol, las piedras y la arena se van enfriando. Teniendo en cuenta ese criterio, decidí detener la navegación, a pesar de que no veíamos a mi hermano y a Alexis. Nos detuvimos en una playa ubicada a la izquierda del río, justo después de pasar junto a un pequeño derrumbe de la ladera de esa ribera.

Mientras la gente sacaba las cosas para secarlas, partí caminando por la orilla izquierda, siguiendo unas huellas que se veían claras en la arena. Después de doblar una curva a la izquierda, vi a mi hermano que venía hacia mí a paso apurado y algo cansado. Al encontrarnos, me contó que él y Alexis avanzaron un poco más hasta dar con un hombre que tenía un bohío junto al río. Alexis se quedó allí mientras él viró a avisarnos. Me contó también del trabajo que pasó para rebasar a pie un tramo de farallones.

Le dije que volviera al bohío, que yo les avisaría a los demás. Llegué a la gente cuando ya habían desarmado bastante. Después de recogerlo todo, volvimos a las balsas y seguimos navegando, mientras mi hermano desandaba a paso cansado el trecho que mediaba hasta el bohío. Los navegantes, tras dar el río un giro a la izquierda, bajamos un rápido largo y bien movido, que terminaba en un canal de farallones de un metro y algo más de altura. Seguimos por la sinuosa corriente y unos cientos de metros más adelante vimos a Alexis esperándonos en la orilla derecha del río.

A la par de los navegantes, llegó mi hermano al lugar conocido como “Mal Nombre”, concluyendo así la primera navegación del grupo por el Toa. Un aspecto significativo de esa, nuestra primera navegación, lo constituyó los pocos ponches que tuvimos. Las balsas soviéticas y yugoslavas que llevamos eran bastante fuertes, algo típico en los productos que se fabricaban en el antiguo Campo Socialista. Después del derrumbe del socialismo en Europa, las nuevas balsas que usamos para navegar son más coloridas, pero menos resistentes.

Realmente Mal Nombre no es un lugar, sino una zona que se extiende desde el arroyo del mismo nombre hasta la base de la loma de La Patata, la cual estaría en nuestro itinerario del día siguiente. Pero de pueblo, nada, y mucho menos de cafetería. Aquello era una zona silvestre, prácticamente despoblada, salvo algún que otro bohío, ubicado a gran distancia uno de otro.

“Atracamos” en la orilla derecha del río, junto a un leve rápido. En la otra orilla había una playa que doblaba una curva. El hambre que traíamos era de respeto y ya nos quedaban muy pocas provisiones. Al llegar, me senté sobre una piedra, cargando con toda el hambre y el cansancio de una extenuante jornada. Cuando fui a pararme nuevamente, sentí un mareo que me hizo abrir los brazos buscando equilibrio. Era el “mareíto del Toa”. Solo hay que imaginarse lo que significan ocho horas metido en el agua, braceando o maniobrando en los rápidos y sin almorzar, para comprender el porqué de aquel mareo.

Subimos por un trillo con balsas y mochilas y a unos pocos metros hallamos el mentado bohío. Realmente era un bohío con un vara en tierra delante. El dueño de aquello era un campesino que vivía allí con su esposa. Como casi la mayoría de los baracoesos, ambos eran mulatos de pelo aindiado. El hombre tenía seis dedos en una mano, seguramente debido a la consanguinidad de sus ancestros, cosa muy común en lugares tan apartados. Como muestra de su gran hospitalidad, nos ofreció el vara en tierra para acampar y, al ver el hambre que traíamos, la pareja nos cocinó un cubo de plátanos verdes, llamados “guineos” por aquella zona.

Pero lo más sorprendente en aquel escenario al que llegamos, que tenía de “los pasos perdidos” al rodearnos aquella jungla de una belleza descomunal, y de “la consagración de la primavera” por pisar ya tierras de Baracoa; donde confluía y se desbordaba lo “real maravilloso”, era en el hecho de que aquel hombre humilde y solidario, que vivía en un lugar recóndito del mundo, era maestro, y que aquel vara en tierra que nos ofrecía, de un guano a dos aguas y sin paredes, estaba desbordado en sus laterales por unas pilas de libros de las asignaturas que impartía. Y para colmo, se llamaba justamente Melquíades, como el sabio gitano que visitaba Macondo en Cien años de soledad, como si Carpentier y El Gabo hubiesen conspirado en aquellas inauditas confluencias.

Paisaje de Mal Nombre

Ya de noche, nos comimos los plátanos en medio de una tertulia con nuestro hospitalario anfitrión, y abrimos unas pocas latas. Al preguntarle a Melquíades por qué “Mal Nombre”, nos dijo que unos españoles o ingleses, a principios de siglo, habían recorrido la zona, y al ver lo intrincada que estaba, dijeron que debía llevar un nombre malo.

Con los años de andar por el Toa, conocí de otras dos versiones sobre el origen del nada bien ponderado apelativo. Una hablaba de un padre que iba caminando por el Toa aguas arriba con su hija y le iba poniendo nombre a los lugares por los que pasaban. El hombre no decía malas palabras y, al llegar a aquel lugar tan recóndito que merecía ser nombrado por una palabrota, prefirió llamarle “Mal Nombre”.

La otra versión me la dio un amigo lugareño del poblado de Quiviján llamado Erasmo Luperón. Según Erasmo, al lugar le llamaban “El Carajo”, porque quedaba en casa del carajo. Pero al llevarlo a los mapas, prefirieron ponerle “Mal Nombre”, antes que la mala palabra.

Cuando los 11 malnombristas terminamos de comernos el cubo de plátanos, Melquíades nos preguntó si nos habíamos quedado con hambre. El Chardo, que como pilón tiene el número uno, se dio por aludido. Entonces nuestro anfitrión le ofreció unas calabazas, que hicieron las delicias del tragón. Finalmente, Melquíades se fue al bohío y nosotros acotejamos las balsas bajo el techo de guano. Luego el sueño le puso fin a la jornada.

Después de la guerrilla, ya en La Habana, Alexis insistió en que nos uniéramos al Movimiento de los Clubes Amigos del Campismo, que auspiciaba el Campismo Popular. Al acercarnos al Movimiento, nos dijeron que cada club debía tener un nombre, y en una fiesta en la casa de Massiel, en octubre de aquel año, decidimos nombrar al grupo. Alguien sugirió “Totenemos”, pero cuando El Oso propuso “Mal Nombre”, todo quedó dicho para los que habíamos navegado el Toa. Desde entonces hasta hoy “Mal Nombre” es un nombre entrañable para quienes hemos formado parte de esta agrupación, aunque para los que no nos conozcan, no les suene nada atractivo.

Deja un comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

dos × 2 =

Comentarios

    Noelia 28/09/2025

    Qué historia tan especial. Leí las dos partes de la crónica de un tirón. Durante la lectura me emocionaron las incertidumbres, me fascinó la belleza de la naturaleza en esa región, y creció mi admiración por ese grupo de malnombristas fundadores. Felicidades al autor y este espacio por compartir narraciones que informen, sean amenas y den muestra de que hay oportunidades de recreación sana en nuestro hermoso país.