Por Doralys Laura Fonte Madrigal/Ilustración: Patricia Curiel Pardo
Cristóbal intenta no lanzar una exclamación demasiado desconcertada: si se había quedado pasmado cuando la chica le dijo que aquella casona de dos pisos era el lugar donde vivía, pues ahora, cuando la reja de cinco metros de alto se abrió después de decir una contraseña de números y letras, no era más que una estatua de piedra con forma de persona. Una casa como aquella no se veía todos los días.
–Anda, mueve las piernas y no te quedes ahí parado –le anima ella cuando se queda embobado observando los alrededores.
Pasan por el centro de un jardín bien cuidado, con fuentes de doble cascada y arbustos con forma de animales, mientras la gravilla del sendero se le cuela a Cristóbal en el diseño de la suela de sus tenis de segunda mano. Más que todo el lujo que desprende el lugar, lo que de verdad lo tiene entusiasmado es que Isis lo invitara a su casa a buscar su edición limitada de Dune. Siete encuentros, eso es lo que había tardado en encontrar un buen tema de conversación y que alguien de su taller literario le dirigiese la palabra. En ese momento no se acuerda ni de lo que ha dicho, pero tuvo que haber sido bueno si fue a parar a su casa.
Suben una corta escalinata que los eleva hasta el portal y que se extiende hacia los laterales de la casa en forma de círculo con ventanales de cristal ahumado. Isis se detiene y, por ende, él también. Se oyen pitidos en el interior y poco después se abre la puerta, no como una puerta normal y corriente, sino hacia arriba, deslizando el cristal hasta dejar la entrada despejada. En el recibidor los espera una esbelta mujer de melena castaña.
–Ella es Ada, mi mamá –los presenta. Cristóbal es del taller literario.
Él no se detiene a aclarar el motivo de su visita ni su fanatismo a la saga de Frank Herbert, está ocupado sintiéndose impotente bajo la mirada de la madre de Isis, que encaramada en unos tacones rojos le lleva al menos diez centímetros. Finalmente lo mira de arriba abajo y le sonríe con cortesía.
–Pasa, prepararé algo de merienda –dice dándose la vuelta y caminando a lo largo de la sala de estar, un espacio amueblado elegantemente.
Un repiqueteo metálico se extiende por el corredor a modo de pasos diminutos y antes de que Cristóbal pueda sorprenderse, una cosa llena de cables y tuercas de acero inoxidable se sienta delante de él y mueve de un lado a otro una antena de radio. Asustado por el desconocido aparato andante, se pega a la pared, comprobando en vano si la gravedad le permite alzar los dos pies.
–Tranquilo que no muerde, papá no le puso dientes. Lo que hace es jugar –le informa la joven agachándose para acariciar lo que ahora se asemeja a un perro hecho con piezas de metal. Lo comprueba cuando un ladrido, obviamente grabado, sale de la maquinita de menos de medio metro.
Él se arrodilla y examina el robot-perro que tiene delante y calcula, en una escala del uno al diez cuánto le van a creer sus amigos cuando se los cuente. Atraviesan al fin el extenso pasillo de paredes blancas y luminosas, hechas de un plástico gomoso que refleja vagamente las figuras de sus cuerpos, y llegan a un comedor en cuyo centro se posiciona una mesa para al menos quince comensales, que por razones físicas que Cristóbal desconoce, está suspendida en el aire ante la inexistencia de patas o cualquier tipo de soporte.
– Disculpa el desorden, querido –le dice la madre y él se ríe internamente por el comentario acerca de una casa que parece no saber qué es una mota de polvo. No esperábamos invitados. O sí… pero no tan pronto.
Se detiene, se da la vuelta y le sonríe al muchacho con complicidad.
– ¿Tostadas con mantequilla?
– No se moleste –comenta con amabilidad, pero la mujer ladea la cabeza con ternura y desaparece tras una puerta tan blanca como todo lo demás.
Isis se sienta a la mesa y mira su móvil, él va a seguir sus pasos cuando llama su atención un niño que, en una esquina del inmenso comedor, lo observa dubitativo. Se percata de que está en silla de ruedas, está rapado y de su cabeza sobresale un dispositivo extraño que desde la distancia que los separa, no logra distinguir. Finalmente, el niño se acerca apretando un botón de su silla, sale disparada hacia adelante y luego se estabiliza, como esas motos eléctricas que hay ahora, que salen en segunda y tienes que ponerlas en primera manualmente.
Las ruedas, observa el invitado, son cuadradas y no redondas, y de alguna forma logran dar vueltas y desplazarse. Ahora, delante de él, puede verlo mejor, usa unos lentes metálicos, de esos que te ponen en el oftalmólogo para recitar los numeritos que te ponen en la pantalla, y lo que tiene en la cabeza es un dispositivo coclear, para poder escuchar, anormalmente grande. El niño le da lástima, pero no lo demuestra.
– Asus es mi hermano –le informa Isis, que había sido casi olvidada por el adolescente.
– Saluda, Asus.
Cristóbal le da un fuerte apretón de manos, eso hace que los niños se sientan orgullosamente mayores, recuerda él de cuando era unos años menor. Asus le da un repaso con la vista y el otro se siente escaneado por sus ojos, agrandados bajo los espejuelos. Sin más le sonríe como si esa no fuese la primera vez que lo ve; le sonríe mostrando dos hileras de dientes disparejos y apretados por los aparatos dentales demasiado grandes para ser normales, como tornillos relucientes. Una gruesa manta turquesa cubre la parte inferior de su cuerpo hasta casi tocar el piso.
–Yo me llamo Cristóbal. ¿Tú qué tal…
– No puede hablar –le interrumpe su hermana y al muchacho se le tiñen las mejillas, avergonzado por su descuido. En cambio, el pequeño se encoge de hombros y da marcha atrás en su silla hasta colocarse frente a la mesa; esta de manera automática desciende hasta quedar a la altura de su pecho.
Sin tiempo para asombrarse (o asustarse), otra puerta se abre delicadamente y en la estancia aparece un hombre que porta una bata de médico, científico o cualquier otro profesional que use bata blanca. Cristóbal llega a la conclusión de que es el padre de Isis y Asus. El señor, ya un poco mayor pero no mucho, se aproxima a él y se saludan con cordialidad. El adolescente admira la suavidad de sus manos limpias y cuidadas: como las de un pianista o un cirujano. Hechas las respectivas presentaciones, ambos se sientan con la superficie de mármol flotando sobre sus rodillas y Ada aparece con una bandeja con cuatro porciones diminutas de mantequilla, tostadas de pan integral y una enorme jarra de jugo.
–Espero que te guste el zumo de naranja, Cristóbal, si no te gusta no sabríamos qué hacer.
Seguido de eso los cuatro anfitriones ríen al unísono. Cristóbal, que desconoce la gracia de las palabras de la mujer, pero que sí domina las reglas de la cortesía, ríe con ellos.
Todos se sirven la merienda y se miran en silencio, masticando mecánicamente. Ya el muchacho no recuerda el motivo que lo trajo a esa casa, en cambio tiene un montón de preguntas.
– ¿Usted hizo ese robot que parece un perro?, –inquiere mientras un abundante trago de zumo le baja por la garganta.
– ¿Max?… Sí, lo programé hace un tiempo –le contesta–. Le hacen falta algunos arreglos, pero por el momento funciona de maravilla.
– ¿Es decir que usted es un programador o algo así?, –pregunta fascinado.
–Digamos que soy un… –se detiene, buscando la palabra adecuada–, un mecánico que ha ido un poco más allá.
Al joven le quedan otras muchas preguntas, pero su lengua ha empezado a entumecerse y tiene que pedir un poco de agua. Pues el zumo le deja la boca reseca y ácida. La mujer se pone de pie, pero no va hasta la cocina, sino que se coloca junto a su hijo, conduciéndolo por un pasillo que él no ha visto antes. Isis también se levanta y toma de la mano a Cristóbal, que de repente es incapaz de pensar con claridad. El hombre de la bata ya no está sentado a la mesa, como tampoco lo está él, pues ahora es llevado a través del mismo pasillo, dando pasos torpes y descoordinados. La vista se le pone borrosa en medio de todo ese blanco asfixiante y sus oídos solo perciben el sonido de las ruedas cuadradas de Asus y los tacones rojos de Ada rebotando contra las paredes.
–No te desmayes todavía –le susurra la muchacha–, tienes unas piernas muy fuertes, no puedes dejarte caer.
De un momento a otro están en una reducida sala dolorosamente iluminada, en medio hay una camilla recta y fría, y alrededor de ella se encuentran padres e hijo. Tras la neblina de sus ojos, Cristóbal observa aterrorizado cómo el hombre se coloca los guantes mientras su cuerpo rígido y tembloroso es depositado sobre la camilla con las extremidades atadas a los extremos. Ada le quita de un tirón la manta al niño de las piernas, que no son más que dos tubos metálicos terminados en dos discos de acero.
–Ya pronto serás un niño de verdad –le dice con voz dulce, a lo que el chiquillo palmea ansiosamente las ruedas de la silla con una sonrisa en su boca artificial.
–Le quedarán un poco grandes, pero funcionarán –explica el padre girándose hacia el chico y rasgando de un tirón sus pantalones a la altura de los muslos.
La garganta de Cristóbal se niega a responder, conteniendo los gritos en alguna parte de la laringe. Pasados unos segundos ya no puede siquiera mover los ojos dentro de sus cuencas, y queda cegado por la bombilla encima de su cabeza. En lo último que piensa antes de que todo se vuelva oscuro es en el rostro traicionero de Isis, que nunca cumplió su promesa de prestarle aquella edición limitada.