Son cosas muy diferentes subir una elevación por un camino habitual en tiempos normales, que hacerlo después de que dos ciclones arrasaran la zona. Pero antes conozcamos al protagonista de esta historia.
Con 699 metros de altura sobre el nivel del mar (algunos mapas dicen 692 y otros 701), el Pan de Guajaibón tiene varios títulos de mayor altura, ya sea de la provincia Artemisa, de la Sierra del Rosario, de la cordillera de Guaniguanico o del Occidente del país. La pintoresca forma del Pan de Guajaibón resalta desde lejos como una mole alargada y recia al borde de la Sierra del Rosario. De ahí su nombre de “Pan”.

Desde su altura se divisa gran parte de la serranía, un largo trecho de la costa norte, y más allá, cayo Levisa. En su base se destacan las cuevas de Canilla y La Lechuza; esta última sirvió de campamento a Antonio Maceo en su campaña de Occidente. También cercana a la base del Pan, yendo en dirección al poblado de San Juan de Sagua, se levanta un monumento en homenaje a unos estudiantes asesinados por la dictadura batistiana, en vísperas del triunfo revolucionario del 1ro. de enero de 1959.
La singular elevación fue conquistada por el adolescente Fidel Castro, cuando cursaba estudios de bachiller en el Colegio de Belén. La lucha contra bandidos llevada a cabo a principios de la Revolución, tuvo una labor intensa en los alrededores de esta montaña.
El Pan de Guajaibón es de gran formación cársica. De ahí que sea atravesado en su seno por varias cuevas. En sus abruptas laderas resaltan las especies endémicas ceibón y palma de sierra. El camino que surca por su inclinada ladera resalta por su severa inclinación en varios tramos.
Para subir el Pan se parte de una base llana, pero pronto el camino se inclina en un intenso faldeo entre grandes rocas sombreadas por una alta vegetación arbórea.
Más arriba, continuando bajo elevada vegetación donde resaltan grandes almácigos, el trillo va faldeando inclinado hacia la derecha, teniendo un breve descanso en un mirador que da vista hacia el norte y donde quedan restos de equipos para bombear agua. Prosigue el ascenso en faldeo y se llega a un tramo colmado de helechos arborescentes. Se continúa bajo el frondoso bosque, hasta rebasar los restos diseminados por el terreno, de una construcción de paredes de prefabricado y tejas acanaladas. Se asciende por una inclinada y larga escalera de concreto rodeada de vegetación arisca donde resaltan unas palmáceas, hasta llegar sobre un lecho rocoso con dientes de perro, a la cima de la loma.
Un busto de Antonio Maceo, junto a un abandonado y oxidado radar, y otra casa en ruinas, pero aún techada y al borde de un abismo, esperan al visitante.
El Pan de Guajaibón, ubicado en el municipio artemiseño de Bahía Honda y en el límite con el pinareño municipio de La Palma, se levanta en un extremo norte de la Sierra del Rosario. En el lomerío que le colinda por el sur, se destaca la zona conocida como “Mil Cumbres”. En su extremo occidental se halla el poblado de San Juan de Sagua, y más allá del extremo oriental, el caserío de Rancho Canelo, antecediendo al de Cacarajícara.

Tres vías principales dan acceso a la base del Pan de Guajaibón. Por el Circuito Norte, después del poblado de Bahía Honda, una estrecha carretera se dirige al sur rumbo al lomerío, pasando por la zona de Cacarajícara. En un entronque del poblado del mismo nombre, se toma a la derecha hasta llegar a Rancho Canelo, donde se ubica una granja agropecuaria.
Desde la entrada a la carretera hasta la granja se recorren 17 kilómetros. Por detrás de la granja parte un camino de unos cinco kilómetros, que lleva hasta la base del Pan de Guajaibón. Ya en la base, frente a un farallón que tiene la boca de una cueva a varios metros de altura, se debe tomar un camino por la derecha entre el bosque, que llega a un entronque donde se debe seguir por la izquierda. Esta ruta lleva directo a la cima.
A otra vía de acceso se llega por el mismo Circuito Norte. Más allá de la entrada a Cacarajícara, un poco antes del puente sobre el río San Marcos y más aún del poblado de La Mulata, un ancho camino de unos diez kilómetros de extensión se dirige a la base del Pan. Cercano a la base, el camino forma una “Te” donde se debe coger a la izquierda, rebasar una lagunita por su izquierda, para un poco más adelante tomar a la derecha y llegar a la base.
La tercera ruta es a través del poblado de San Juan de Sagua, siguiendo un camino que se dirige al Pan, lo bordea por su vertiente norte y llega a la base, donde se inicia el camino de subida.
La aventura
En varias ocasiones el grupo Mal Nombre la ha emprendido en pos de la cima del Pan de Guajaibón, pero ninguna como aquella de octubre del 2008. Los responsables de que la historia fuera bien diferente tenían por nombres Gustav y Ike, dos devastadores ciclones.
En la tarde del 9 de octubre nos juntamos los malnombristas en la terminal del Lido y cogimos un camello tipo Periodo Especial, que nos dejó en Guanajay. Esa noche la acampada la hicimos sobre el techo de la casa de Lorenzo.

A la mañana siguiente partimos en un camión rumbo a nuestro objetivo. El primer indicio de lo que nos esperaba lo tuvimos al acercarnos a Bahía Honda por el Circuito Norte. En los campos, las palmas ofrecían un impresionante espectáculo al contarse por cientos tiradas por el suelo, como hojas de pino. Tomamos a la izquierda la carretera que lleva a Cacarajícara y acercándonos al Pan, otras palmas colmaban los alrededores, mostrando las huellas de los ciclones Ike y Gustav. Estas sobrevivieron al vendaval, pero sus pencas pasaron a mejor vida, aunque ya se asomaban los nuevos retoños. Los bohíos que veíamos estaban abiertos al cielo, pues sus techos volaron sin remedio.

Terminó la carretera en un campamento del EJT desde donde partiríamos a pie hacia la base del Pan. Hablamos con el que estaba de guardia en el campamento (era día feriado) y nos dejó pasar al comedor para cambiarnos de ropa y partir por una puerta trasera. Pero en pleno ajetreo en el comedor, un recio aguacero nos detuvo la partida por un rato, como para darnos un adelanto de lo que nos esperaba.
Luego de escampar, partimos por una vereda que algunos ya conocíamos. Antaño era una senda tranquila de unos cinco kilómetros hasta la base. Pero aquel despejado camino se había trastocado en una maraña de marabú, insaciable de piel y empecinada en rasgar la ropa, ensartar las manos y penetrar las suelas de los zapatos. En los tramos donde abundaban las ramas secas, casi siempre las suelas cargaban con el regalo de alguna espina, y con cierta frecuencia, esta llegaba hasta el pie.
El espinoso tramo terminó en un entronque de caminos, donde giramos a la izquierda y avanzamos hasta la base del Pan de Guajaibón, para hacer campamento junto a las ruinas de una antigua unidad militar.

La tropa poco a poco fue arribando al lugar de acampada, pero un grupito no dobló en el entronque y siguió andando por el terraplén, paralelo al Pan. Tuvimos entonces que ir a buscar a los perdidos, que habían tomado el camino de San Juan de Sagua y ya estaban de regreso en una carreta.
La tarde fue avanzando entre el arme de las tiendas de campaña, la búsqueda de agua en un charco donde corría un poco el líquido y unas goticas de cloro fueron la mejor solución, y la cocina de unos espaguetis con leña húmeda. Con el oscurecer, los mosquitos dijeron: “Aquí estamos.” Nos es difícil imaginar la cuantía de zancudos en una zona inundada de charcos. Por fin se armó el “tiroteo” (repartición de la comida en nuestro argot guerrillero) para los 46 integrantes de la tropa. Algunas conversaciones se improvisaron después, hasta que el sueño se hizo cargo del grupo.
El sábado 11 nos levantamos con esa disposición que les cabe a los humanos cuando pretenden conquistar una meta. Preparamos el desayuno y lo repartimos. Las tiendas de campaña, la comida y las mochilas se quedarían en el área de acampada, pues algunos padres con sus hijos pasarían el día en la base del Pan.
Después de agruparnos los que subiríamos, comenzamos la marcha en larga hilera. Avanzamos hasta el final del césped y allí doblamos a la derecha por el trillo que se adentra en el monte. Desde el inicio notamos los destrozos causados a la vegetación por los ciclones. Al caminar un tramo paralelo a la loma, unos troncos caídos se nos interpusieron y tuvimos que abrirnos espacio entre la espesura. Luego el camino comenzó a girar hacia la izquierda y a ascender.
La ladera comenzó a empinarse y entre los destrozos del monte, subíamos ya prácticamente al rumbo. Al inicio, la hierba era escasa, debido a la sombra de los grandes árboles que aguantaron el embate de los vientos, por lo que podíamos avanzar sin mucho enredo. Algunos peñascos enormes se interponían, permitiendo a veces el agarre y otras interrumpiendo el paso. La uña de gato se aparecía de vez en cuando para ensartarnos.
Pero ya andábamos al rumbo, porque del camino nada quedaba. Como la tropa se había dispersado, hicimos un alto sobre unas piedras y, ante los reclamos generales, se dispuso un tiroteo de maní.

Más arriba evitamos un farallón, pero otro se interpuso y subimos por unas piedras inmensas, mientras otras más pequeñas se desprendían de las manos y los pies, rodando a riesgo de la tropa.
Tras rebasar los peñascos, hallamos por fin el camino perdido y comenzamos a avanzar por él en ascenso hacia la derecha. Pero la alegría duró poco, pues algo adelante un almácigo inmenso reposaba sobre la senda, devastado por los cruentos huracanes. Nuevamente el desvío era la salida, y la cruda ladera en forma de farallón nos hizo olvidar el intento de subir por la izquierda. Comenzamos entonces a faldear y, luego de un corto trecho, la emprendimos hacia arriba, pues el tramo del almácigo ya había pasado.
Agarrados de cualquier cosa, fuimos subiendo hasta llegar nuevamente al maltrecho camino, jurándonos no abandonarlo más por ninguna causa. Ya el mediodía había pasado y los cálculos de tiempo para la subida hacía rato estaban rotos. Un ascenso normal al Pan puede tardar entre hora y media y dos horas, y nosotros ya llevábamos unas cuatro, faltándonos todavía un buen trecho.

Ahora, en mi andar, buscaba con la mirada un altico donde un gran tanque y unas bombas abrían un espacio para ver el mar a lo lejos. Pero el lugar no aparecía y otro enorme árbol caído sobre el camino, con un montón de ramas tapándolo todo, nos hizo olvidar la promesa de no desviarnos. Volvimos a faldear un tramo y otra vez a ascender a como fuera, para reencontrarnos con el camino.
Al fin, tras avanzar unos metros, apareció el altico. Allí estaban, entre hierbas, las bombas ancladas y el espacio entre la vegetación para ver a lo lejos la costa norte. Pero del tanque no había pista alguna. Cogimos un respiro en el lugar, algo apretados, porque el espacio era poco. Tomamos agua y ya era de preocupar la escasez del líquido en los envases.
Continuamos el camino con menos desviaciones, pero más cansancio, con un hambre que asustaba y una sed agazapada, cuando algo inaudito apareció a nuestra vista: un tanque similar al que buscábamos. No había otra opción, debía ser aquel, pero ¿qué ley física podía amparar su ascenso y actual ubicación? Llegamos a una caseta en ruinas, ya en las cercanías de la cima. Atravesamos sus cimientos sin techo y la emprendimos por una escalera de concreto que le continuaba. Subimos los escalones con las pocas energías que quedaban.
Por fin, tras la azarosa subida, llegamos a la cima. Habíamos conquistado por tercera vez el Pan de Guajaibón. Estábamos en su extremo. Hacia el este, la continuidad de la montaña muestra su rocosa estructura. Al sur, la serranía se extiende hasta cuanto alcanza la mirada. Hacia el norte podíamos divisar el mar. El suroeste nos dibujaba la meseta de Cajálvana, extendiéndose con su original planicie y su antena de televisión en un extremo.
Allí estábamos treinta y nueve intrusos de un monte destrozado, sudorosos, cansados y gratificados, incluyendo varios niños. Las expresiones no faltaron, resaltando la de Arturito, que a su corta edad y en su estreno con Mal Nombre, declaraba que la subida era “lo más terrible que había hecho en su vida.”
El monumento a Maceo lo habían colocado recientemente unos jóvenes. La cercanía del combate de Cacarajícara y la acampada de Maceo en la cueva de La Lechuza, ubicada esta en la base del Pan, eran suficientes razones para hacer allí aquel homenaje al Titán de Bronce. Sobre el techo de una casa que hay al borde de la cima, nos juntamos para llevarnos una foto de grupo. Por el sur comenzaron a agruparse respetables nubarrones, soltando truenos intimidantes, pero, de momento, la amenaza no llegó a concretarse sobre nosotros. Ana y yo picamos las barras de maní previstas para la ocasión, para de inmediato formar el tiroteo.

Después del confort del descanso, tocaba ya el regreso, pues el tiempo de la vuelta no era mucho y la llegada de la noche en la montaña sería fatal con aquel grupazo,. Partimos de prisa; bajamos los escalones iniciales, pasamos la casa en ruinas y seguimos el camino marcado en la subida. Hicimos un alto junto a las bombas abandonas, para reagrupar a la tropa.
Luego, al continuar, la lluvia amenazante se hizo realidad. Pronto el fango apareció para hacer inciertas las pisadas, nada menos que en la bajada, donde todo se desliza. Continuamos por el trillo marcado y más adelante lo abandonamos frente al gran almácigo caído. En este punto seguimos la senda abierta en la ida.
Llegamos a la falda donde las grandes piedras abundan. Seguir el camino era alejarse hacia la derecha y la palidez de la tarde nos presionaba. Por ello tomé la opción de bajar sin trillo –entre piedras y hojarasca – y comenzamos un descenso abrupto, a la desbandada, donde la única guía era bajar y bajar. Los inmensos árboles regalaban suficiente sombra desde su altura, como para presagiar que la oscuridad llegaría antes de lo habitual.

Las nalgas comenzaron a habituarse al contacto con la tierra, pues los deslizamientos se sucedían uno tras otro. En este andar, Graciela dio una vuelta de carnera ante la mirada insólita de algunos que andábamos cerca. Pero la niña, tras completar el giro, soltó una risa despreocupada, digna de una escena de película.
La tarde siguió cayendo y nosotros bajando y bajando, sin faltar tropezones en las piedras y enganches en la uña de gato. En mi apuro, pensaba en lo que sería una noche en la ladera. Dispersión, hambre, sed, cansancio, frío, incertidumbre… Pero otro pensamiento me apuraba: llegar, llegar y llegar.
Casi en penumbras, comenzamos a sentir que la pendiente cedía en su inclinación. Poco a poco se fue allanando el terreno y los que íbamos delante tratamos de agrupar a la tropa, esperando a los de atrás e instando al apuro. Cuando estuvimos juntos, avanzamos los metros finales sin camino, hasta dar con la senda. El resto fue andar por ella y salir de aquel bosque endemoniado que intentó, con saña, vetarnos el Pan de Guajaibón. El triunfo, aunque agónico, ya era una realidad.
Unas fotos en el césped que atravesaba la antigua unidad militar, captaron la imagen de puros forajidos llegados del infierno. Por suerte para los caminantes, los que se quedaron en la base casi tenían a punto los nuevos espaguetis de la comida, después de pasar buen trabajo con la leña mojada. Nuevamente los mosquitos matizaron las horas de oscuridad.
Con el amanecer del domingo, me llegó un ¡felicidades! de la tropa, pues cumplía 43 años. Recogimos e hicimos el desayuno en el arroyo cercano que atravesaba el camino. La vuelta por la vereda minada de marabú fue menos complicada, pues habíamos ensanchado algo la senda en la ida. De todos modos, unas cuantas espinas atravesaron unos cuantos zapatos y pies en el trayecto.
Ya en el campamento del EJT, nos bañamos en unas duchas que nos despojaron de un churre entronizado. Llegó el camión sin gran demora e hicimos el recorrido de regreso a Guanajay. En el viaje, varios notamos la aparición de nuevos “lunares” en la piel. Pero al fijarnos bien, comprendimos que eran garrapatillas que chupaban nuestra sangre, prendidas como ellas saben hacer. Las que no pudimos sacarnos o descubrirnos, quedaron de tarea para el baño de esa noche en nuestras casas.
En Guanajay, un cake y algunas otras cosas de comer nos esperaban para festejar mi cumple, incluyéndome un embarre de merengue. Caminamos hasta la terminal de Guajanay, nos montamos en un camión y arrancamos finalmente para La Habana, con el gozo de haber subido una loma diferente, pues los ciclones habían cambiado al Pan de Guajaibón.