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El Toa de la crecida, primera parte (2003)

Miguel Alfonso Sandelis
25 octubre 2025 | 0 |

Aquella guerrilla de verano del 2003 ha sido la más esforzada de Mal Nombre en toda su historia. Fueron 19 días y medio, que incluyeron los viajes Habana-Oriente y Oriente-Habana en botellas, cinco días abriendo monte en busca del Pico Cristal y una llegada al Toa después de un desgastante viaje que nos llevó en una tarde-noche-madrugada-mañana desde el caserío de El Quemado en el municipio holguinero de Frank País, hasta Bernardo de Yateras, pasando por Moa, Baracoa, La Farola y la ciudad de Guantánamo. Éramos 16 malnombristas bajo la presión de llegar a tiempo al Toa antes de que otros 7, llegados directamente desde La Habana, se cansaran de esperarnos en Bernardo.

Una carrera contra el tiempo

Los 16 que viajábamos en camión llegamos por fin a Bernardo de Yateras. Al bajarme, salí corriendo por la Vía Mulata en busca del camino que lleva al río, pero un guardia vestido de verde olivo me detuvo. El hombre me apartó a un lado de la carretera y comenzó a preguntarme quiénes éramos, que estábamos haciendo y otras cosas de ese tipo. Pero el tiempo pasaba y yo tenía la preocupación de que el grupo delantero saliera a navegar. Le dije entonces a Adrián que fuera corriendo hasta el río, pues él había estado entre los que acampamos en aquella zona en el año 96.

Partió Adrián como un bólido cuando eran las 10 de la mañana. Dejó la Vía Mulata, cogió el camino del monte, pasó la arboleda y llegó hasta el Toa. Allí se encontró con un hombre y le preguntó por el grupito de malnombristas. Este le respondió: “Hace una hora se fueron.”

Preparando los “navíos”

Comenzamos a preparamos para navegar esa misma tarde. Inflamos las balsas, redistribuimos los bultos de comida y los guardamos, amarramos las mochilas a las balsas y llevamos cada “embarcación” hasta la orilla del río. Al ver lo tranquila que se notaba la corriente en el lugar, Ángel, quien navegaría por primera vez el Toa, se burló de mis alertas sobre lo complicado del río, al preguntarme en tono burlón: “¿Este es el río más caudaloso de Cuba?” Yo solo le respondí que no se apresurara.

En lo que nos alistábamos, vimos a un muchacho pescando camarones. Rabih y Alejandro fueron los más remolones en la preparación, sobe todo porque Rabih navegaría en una cámara grande y ambos se esforzaban en colocar sus bultos dentro de la cámara, de modo que les permitieran navegar y no se les cayeran. La balsa de Joel, El Súper, como también le llamábamos, llamaba la atención, porque era un articulado de balsa playera con cámara. Él era muy meticuloso con las labores manuales y logró atar con seguridad a ambos artefactos inflables.

A las dos de la tarde rompimos a navegar bajo un sol alebrestado, justamente cinco horas después que el grupito delantero. A la hora en que nos lanzábamos al río por primera vez, el septeto pasaba bajo el puente de Vega del Toro bajo un cielo algo nublado.

Frank se retrasa

Rabih, Ángel y yo llegamos a la playa de acampada ya de noche, después de tirarnos a oscuras por el rápido que le precedía. Pero aún faltaba Frank, por lo que Ángel y yo decidimos regresar a buscarlo. Tras caminar varios cientos de metros río arriba, lo encontramos en tremendo tropelaje, porque se le habían zafado las cosas. Entre los tres nos repartimos los bultos de Frank y caminamos hasta el campamento, dando tumbos por el río. Unos buenos espaguetis nos esperaban para aplacar el hambre agigantada. Luego el sueño se encargó de clausurar una trepidante jornada, en la que Mal Nombre terminó acampando en dos playas del río Toa.

Despertar en dos playas

Miércoles 6 de agosto

La madrugada transcurrió apacible en ambas playas. Amaneció un nuevo día, que sería histórico para Mal Nombre por lo que viviríamos. Los 7 de la delantera se despertaron más tarde de lo normal, cansados de la jornada de estreno. Desayunaron y a las 10 iban a empezar a navegar, cuando notaron que la balsa de Papiro tenía un ponche de respeto. Trataron de tapárselo, pero la balsa ya no daba más. Eduardo sacó una balsa de repuesto, se la dio a Papiro y este usó la averiada como forro de la de Eduardo. A las 11 de la mañana partieron por fin a navegar.

Esa mañana me desperté bien temprano y, sin esperar el desayuno, partí a la carrera por el camino de Vega del Toro, pues el día anterior nos habían dicho que el grupo delantero había acampado por allá. Aquella división del grupo me tenía angustiado.

El camino me llevó a subir una larga pendiente y luego a bajarla hasta Vega del Toro, adonde llegué media hora después de mi partida. En un caserío aledaño al puente hallé a un hombre y le pregunté por los malnombristas adelantados. Me dijo que los vio pasar el día anterior por la tarde, pero que no acamparon en Vega del Toro. Regresé a la playa de acampada con cierto desaliento.

Enredos en el salto de Kenya

Navegando por la zona del puente de Vega del Toro me llamaron la atención los oscuros nubarrones que nublaban el cielo y que sobre nosotros no cayera el gran aguacero que de ellos se esperaba. Doblamos algunas curvas, pasamos un rápido complicado y llegamos a un salto donde un par de farallones estrechaban el caudal y el agua caía en chorro sobre una poceta desde un metro de altura, formando un remolino. Era el Salto de Kenya.

Decididos a no tirarnos por allí dada la mala experiencia vivida en el lugar en el año 96, me trepé en al farallón de la izquierda y le dije a Adrián que lanzara las balsas. Eso hizo, y la de él y la mía se enredaron al caer en el remolino. Ambas balsas daban vueltas y más vueltas sin salir del atolladero y comenzaron a salirse las cosas de las mochilas. Otras balsas se enredaron también, formándose una gran trabazón.

Como las balsas no iban a salir solas, Yaser avanzó la parte baja del farallón, mientras desde arriba yo aguantaba una soga de la que él se agarraba para mantener el equilibrio. Cuando estuvo encima del atolladero, le alcancé una vara larga y comenzó a maniobrar para destrabar las balsas. Al principio le costó trabajo romper el nudo, pero poco a poco comenzaron a zafarse las balsas del remolino y a avanzar sobre la poceta.

La gente fue pasando sobre el farallón de la izquierda y más adelante nos lanzamos al río y acumulamos las balsas en una entrada que había por la izquierda. Allí pudimos constatar las nefastas consecuencias causadas por el remolino. Adrián perdió su cámara fotográfica con todas las fotos que había tirado en la odisea del Cristal y a mí se me perdió una cazuela, entre otras pérdidas ocurridas en el trance. Las balsas de Yaser y mía estaban amarradas con una soga de Katy, de tal modo, que parecía un trabajo hecho a mano. Un buen rato pasamos intentando zafarlas, hasta que decidimos cortar la soga.

La flotilla navegante

La situación de la flotilla era variada. Katy le había cogido demasiado respeto al río y en la mayoría de los rápidos no se arriesgaba a tirarse; la jornada era más dura que la anterior y su psiquis se lo había sentido. Cecilia, aunque un poquito más osada, también sentía temor en la mayoría de los rápidos. Yara era más arrestada, pero se revolcaba en los rápidos con mayor frecuencia que los demás. Natacha, con su respeto por el río, se tiraba solo en algunos rápidos y lo hacía pegando un grito de euforia. Evelyn iba baja de aire a causa de un ponche, por lo que no podía disfrutar bien los rápidos.

Alejandro y Rabih se rotaban sus embarcaciones, pues la gran cámara de Rabih retardaba mucho el avance. Joel no tenía problemas; su navío iba “dando la hora” y él se tiraba por dondequiera. Ángel, a esa altura de la navegación, le había cogido la vuelta al engarce de balsa con mochila, y se le veía arrestado por los rápidos.

Mariela también iba osada, a pesar de haber cogido golpes hasta por gusto, lo cual se evidenciaba en la exposición de morados que lucía su piel. Yaser y yo, los más altos del grupo, éramos sin embargo los que teníamos las balsas más cortas, por lo que los pies se nos salían ampliamente de las “embarcaciones”; que eran unas balsas chinas sin cabeceras.

La crecida

Pasadas las siete, aún con suficiente claridad solar, continuábamos avanzando por un tramo preñado de farallones en las orillas y con piedras dispersas en medio de la corriente. Yo andaba algo retrasado de la vanguardia, con frío y fiebre, por lo que salí del agua y comencé a caminar por la izquierda sobre las piedras. Detrás de mí venían cerca, también caminando, Cecilia y Evelyn.

De pronto escuché un extraño ruido que llegaba desde atrás. Me viré y vi algo para mí inaudito. Una ola del río de casi un metro de altura, con palos dando vueltas en la delantera y con un color carmelita, completamente turbio, avanzaba veloz. Era una crecida súbita del Toa. Aquellos nubarrones que tanto nos preocuparon durante gran parte de la tarde y que extrañamente no se vertieron sobre nosotros en un feroz aguacero, habían derramado su gran cuota de lluvia río arriba y ahora el agua bajaba en aquel torrente imponente.

De inmediato, comencé a gritarles a los que estaban navegando para que salieran del río, pero la bulla de un rápido cercano y del torrente que avanzaba indetenible, impidieron que mi alarma fuera escuchada. De los que estaban dentro del agua, Rabih, Yaser y Yara eran los que únicos que tenía a la vista.

El río lo fue cubriendo todo, expandiéndose temerariamente en cada orilla. Rabih, quien en esos momentos iba sobre la balsa de Alejandro, siguió navegando un poco más. Yaser, con sus grandes zancadas, logró salir por la orilla izquierda. Pero a Yara no le quedó más remedio que treparse sobre una piedra que sobresalía en medio del torrente.

Unos cien metros hacia delante se hallaba una playa a la derecha, que era la única opción buena para acampar por aquel tramo del río. Adrián y Patricia llegaron sin problemas al lugar. Patry, la niña más pequeña del grupo con 9 años, ni cuenta se dio de la crecida, que mostró su contentura al terminar por fin la navegación del día. Ángel, Joel y Lorenzo también llegaron a la playa y de inmediato se alejaron de la orilla buscando más altura.

Por suerte, una parte de la playa no fue tapada por la crecida. Mariela, inocente de lo que pasaba, bajó bien el rápido previo al lugar previsto para acampar y salió sin problemas al llegar a la orilla. Detrás llegó Rabih, quien también navegó hasta la playa, ya en plena crecida. Más atrás, Natacha tuvo que subirse en un farallón por la derecha y, sin otra alternativa, comenzó a avanzar agarrándose de los salientes de las piedras; desde allí veía a Yara en una situación peor que la suya. Los primeros en llegar lograron rescatar todas las balsas de los que veníamos detrás, para lo cual tuvieron que arriesgarse a entrar en el río.

Yaser, quien había estado cerca de Yara cuando llegó la crecida, comenzó a gritar desde la orilla pidiendo una soga para sacarla. Su mayor preocupación era que el río siguiera creciendo y se la llevara. Yo avanzaba por la orilla desde más atrás y escuchaba a Yaser sin comprender su agitación. Detrás de mí venían Cecilia, Evelyn y Alejandro; este último cargaba la cámara de Rabih.

Cuando estuve más cerca de Yara, fue que entendí el porqué de la alarma de Yaser. Cecilia (la otra niña del grupo, con 13 años) también cayó en cuenta de que su hermana corría peligro y entonces le hablé suave, calmándola, diciéndole que Yara estaba bien y que la sacaríamos de allí.

En la otra orilla, al llegar Natacha a la playa, contó la situación en la que estaba Yara y de inmediato Rabih, Ángel y Joel regresaron hasta los farallones y comenzaron a avanzar por ellos.

En nuestra orilla nos fuimos agrupando en un sitio lo más cercano posible a donde se hallaba Yara. Katy comenzó a mirarla desde la orilla para darle aliento, pero al acongojarle la situación que en la que se hallaba, prefirió virar la cara antes de que se le aguaran los ojos.

Sobre la piedra, en medio del río crecido, Yara no podía hacer nada. En un momento le entraron ganas de llorar, pero las lágrimas no le salieron. Nos miraba seria, pero su rostro no reflejaba crisis.

Alejandro le dio a Yaser la soga que pedía en el momento en que llegué al lugar más cercano a Yara por la orilla. Me metí en el agua y, con movimientos lentos, calculadores, fui adentrándome en la corriente. Cuando estaba cerca de una piedra que sobresalía, me lancé y me le encaramé encima. Ya tenía a Yara cerca. Le pedí entonces a Yaser la soga y se la lancé a Yara, pero no llegó a alcanzarla. Tiré la soga dos veces, y nada. Yaser entonces me pidió la soga, le amarró una piedra a una de sus puntas y me la devolvió.

Cogí la piedra en la mano y, con cuidado de no golpear a la muchacha, le tiré la piedra con la soga amarrada, pero Yara no logró agarrarla. Repetí la acción con mesura y el tiro se quedó corto. Entonces Yara me dijo que la tirara duro, sin miedo. Cogí la piedra, la pitcheé con fuerza y Yara la fildeó con destreza. Con menos cuidado que a la ida, salí del agua con la otra punta de la soga en una mano. Como la soga era corta, le amarramos otro pedazo y le dije a Yara que se amarrara con fuerza la otra punta en la cintura. Yaser, Alejandro y yo, estirando la soga empatada, nos colocamos un poco más hacia atrás en la orilla, formando entre la soga y la orilla un ángulo de alrededor de 45 grados.

Le dije entonces a Yara que cuando le avisara, se tirara al agua y caminara sin parar, que nosotros la halaríamos. Expectantes y con la tensión reflejada en sus rostros, Cecilia, Evelyn y Katy estaban atentas a cuanto sucedía. Mi única preocupación era que el empate de la soga se zafara al halar, lo cual sería funesto para Yara. Los tres hombres tensamos la cuerda.

Le di la voz a Yara, esta se lanzó dispuesta al agua y, al caer, comenzó a caminar hacia nosotros mientras la halábamos. Realmente la operación duró menos de un minuto, aunque a algunos les pareciera un mundo. Yara caminando y nosotros halando, llegó ella sin percance alguno a la orilla. El susto pasó, las tensiones cedieron y todos respiramos profundamente.

Terminada la riesgosa operación, tocaba pensar en cómo acampar en aquella enmarañada orilla. De una cosa estábamos claros: el grupo dormiría dividido, 7 en nuestra orilla y los otros 8 en la otra (faltaba Frank, quien había dejado el río en Vega del Toro, para irse a pie en busca de Totenemos). Yo tenía otra preocupación de tipo personal. Con la fiebre y el frío que había tenido, sin ropa seca con la que dormir y con la noche cayendo, ¿cómo reaccionaría mi cuerpo? Pero pronto terminó mi preocupación, pues por no sé qué instinto, la fiebre desapareció y el frío también.

En un lapso de tiempo en el que Alejandro, con Evelyn de compañía, fue atrás a buscar su cámara fotográfica, Rabih se acercó por la otra orilla y no lo vio. Comenzó a entonces a gritar su nombre. Aunque le respondimos que no había problemas con Alejandro, el ruido de la corriente no le dejaba oír y siguió gritándole un rato más a su buen amigo, hasta que desistió y regresó a la playa a través del farallón. Ya en el sitio de acampada Lorenzo y Adrián habían abierto un claro en la espesura y comenzaban a cocinar.

De nuestro lado, regresaron Alejandro y Evelyn después de encontrar la cámara. Como la noche empezaba a caer, cogí un machete con poco filo y, tras rebasar el tramo de piedras de la orilla, me adentré en un monte, abriéndome paso con el machete. Detrás me seguían los otros en fila. Con la oscuridad inundándolo todo, el monte se hizo más tupido, pero seguimos avanzando hasta detenernos frente a la playa donde acampaban los demás. Ángel, al vernos desde la otra orilla, pretendió avanzar por el agua para cruzar, pero tuvo que desistir porque la corriente casi se lo llevaba. En verdad, su intención era inútil. A nosotros no había que rescatarnos; ya estábamos seguros y al que por poco hay que recatar es al propio Ángel, si no desiste.

Decidido ya el lugar para acampar, abrí un claro con el machete. Aunque la mayoría de nuestras mochilas estaban en la playa con las balsas, nos quedaron dos, la de Rabih, que la cargaba Alejandro, y la de Katy. Después de buscar en la mochila de Rabih, apareció su gran colcha completamente seca y alguna ropa, seca también.

La mayor ganancia con Katy fue su tienda de campaña de 4 personas y, sin ver prácticamente nada, ella y yo la fuimos armando. Al buscar qué comer, aparecieron unas latas de spam y de pescado, y un pepino plástico con azúcar. Con una cuchara fui repartiendo en la oscuridad la carne y el azúcar. El agua constituía un problema, pues teníamos muy poca y ni pensar abastecernos en el río con la suciedad que arrastraba. Con las necesidades elementales saciadas a medias, entramos en la tienda de a 4 y nos acotejamos los 7 como pudimos sobre un terreno con inclinación notable y tapados con la ancha colcha de Rabih.

En la otra orilla, los 8 comieron arroz con carne en poca cuantía y se tiraron a dormir.

Allá por los Calderones, cuando la tarde moría, los 7 creaban condiciones para acampar. El Chocky puso ropa a secar sobre una gran piedra y en el mismo lugar Eduardo estiró una balsa con igual fin. Ya de noche, colocaron la cocina. En ese momento Dubiel se acercó al agua para lavarse las manos y le pareció que el río había subido su nivel. Viró de prisa y se lo comentó al Chocky, pero este le dijo que seguro se había confundido por el ruido del salto. Pero cuando el flaco miró al río, se quedó perplejo al ver que la piedra sobre la que había tendido su ropa estaba rodeada de agua y la balsa de Eduardo era arrastrada por la corriente. Era la crecida, que alcanzaba al otro grupo de malnombristas.

De inmediato se formó el corretaje en un momento casi de pánico. Lograron rescatar la balsa de Eduardo, recoger lo que pudieron y subir con desespero por la zanja abierta por una aguada, que estaba seca.

Sobre el terreno más bajo, Eduardo colocó cuatro hileras de piedras para vigilar el nivel del agua. Lily y Dubiel se quedaron atentos y comprobaron que el nivel había rebasado el primer grupito de piedras, pero no llegaba al segundo. Decidieron entonces tirotear el arroz que habían cocinado y la carne de unas latas. Con el hambre apaciguada y el cansancio exacerbado, se tiraron a dormir algo incómodos, sin dejar de sentir cierta inquietud.

Más adelante, allá por Totenemos, otro malnombrista pasaría la noche más cómodo que los demás. Era Frank, que después de subir por el terraplén hasta Paulino, se adentró en el camino del monte, pasó por el Cocotal de los Wilson, siguió el trillo en faldeo y cruzó el río en Totenemos, ya de noche y unos instantes antes de que bajara la crecida por el lugar.

Conociendo el sitio desde su estancia en el año 96, subió Frank a los secaderos y entró en la larga nave techada que allí se levantaba. En el lugar se encontró con unos habaneros que conocí en Bernardo de Yateras y estos le brindaron comida. Finalmente, Frank y sus acompañantes cayeron rendidos del sueño dentro de la apacible nave.

De este modo, los malnombristas acampamos en cuatro partes, luego de vivir una jornada inolvidable en nuestras vidas de guerrilleros.

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