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Fundación de Mal Nombre (aún sin nombre) en la cueva de La Pluma (1988)

Miguel Alfonso Sandelis
28 noviembre 2025 | 0 |

En el kilómetro 85 de la Vía Banca, cerca de la ciudad de Matanzas, un terraplén se asoma al costado de la bodega del caserío Cumbre Alta. Esta blancuzca vía desciende rumbo al mar, sombreada a ratos por altos jobos que inundan el suelo con sus amarillas y ácidas frutas. El terraplén, cercado a ambos lados en todo su recorrido hasta la costa, permite ver al inicio un paisaje matizado por potreros donde pasta el ganado. Pero al avanzar descendiendo en ligera pendiente, poco a poco sus alrededores se van minando del peligroso guao de costa.

El terreno que se extiende hasta la costa, es esencialmente cársico. Los promontorios de piedras que se divisan desde el camino así lo demuestran. Varias cuevas ocultan sus entradas en los bosques. del Jagüey y del Agua (la primera, marcada por su notable altura con grandes claraboyas, y la segunda, caracterizada por su baja estatura y charcos de agua diseminados) enriquecen el surtido cavernario de la zona.

Pero es sin dudas la cueva de La Pluma la mayor atracción. Sus tres grandes entradas, los diferentes niveles que posee, sus tres lagos y la pictografía aborigen conservada en la Salida del Sol, entre otros atractivos, seducen demasiado a quienes gustan de adentrarse en las interioridades de las cavernas.

La cueva de La Pluma tiene un alto significado para Mal Nombre, pues fue escenario de la primera actividad del grupo, y como tal, de su fundación. Posteriormente, las excursiones a La Pluma fueron recurrentes, por lo que ha sido llamada la “Casa de Mal Nombre.”

En el curso escolar 1987-1988, Alexis y yo cursábamos el quinto año de la carrera de Ingeniería Mecánica en la CUJAE. En septiembre del 87 participamos por vez primera en una excursión a La Pluma, organizada en la CUJAE. A la par de conocer la cueva, hicimos amistad con Roberto, un estudiante de la Facultad de Química, quien posteriormente contribuiría al aporte de malnombristas en la composición inicial del grupo.

En diciembre del propio año, una acampada en la base de campismo Playa Amarilla en un fin de semana marcado por el paso de un ciclón, nos permitió conocer a algunos estudiantes de primer año de nuestra facultad, que tiempo después hicieron historia en Mal Nombre. En ese propio mes me sumé a otra aventura hacia La Pluma –en esa ocasión organizada por la Facultad de Civil – para conocerla mejor y poder guiar al grupo que estaba en génesis. Con esos antecedentes, todo quedaba listo para la fundación, y La Pluma sería el escenario.

Viernes 1ro. de enero de 1988

Dieciséis jóvenes nos apeamos de una guagua, de noche, frente a la bodega de Cumbre Alta en la Vía Blanca. Cruzamos la Vía Blanca e hicimos un alto en el portal de la bodega. Un tanque de luz brillante nos permitió rellenar los faroles de gratis –¡qué época aquella! –. El terraplén, al lado, nos acogió en la oscura noche, cuando faltaba una media hora para las 12, y comenzamos la marcha.

Sábado 2 de enero de 1988

Después de pasar las pocas fincas habitadas, me puse alerta, hasta que, al bajar la única lomita del trayecto, hallé un estrecho trillo que buscaba y los 16 nos adentramos entre guao y aroma. Unos 200 metros más adelante el camino comenzó a descender hasta llegar finalmente a la entrada primaria de la cueva.

Casi al penetrar, una curiosidad nos detuvo, a pesar de la noche. Un árbol, en su crecimiento, levantó una gran piedra hasta una altura de unos dos metros. Más de una tonelada pesaba la mole, sin embargo, las madejas del árbol la consiguieron atrapar en su centro, mientras el tronco continuó su crecimiento.

Tras el asombro inevitable, continuamos hasta penetrar bajo un cascarón de cueva que nos llevó a un valle interior. Grandes árboles crecían allí, rodeados de farallones por todos lados. Entrando, a nuestra derecha, hallamos el sitio de acampada: un cascarón techado con una dudosa planicie. Señalamos detrás los baños por sexo: par de escabrosas salidas en ascenso.

La madrugada avanzaba y el cansancio, el hambre y el sueño no admitían espera. Abrimos latas y sacamos panes (la época admitía llenarse sin cocinar), nos acotejamos como pudimos y al poco rato, los 16 ya dormíamos.

La claridad mañanera no nos apuró para levantarnos. Cuando por fin lo hicimos, preparamos un rápido desayuno. Luego nos vestimos para la exploración y atravesamos por un trillo el vallecito, para adentrarnos en un pequeño túnel que sirvió para ocultar las mochilas. Salimos hasta llegar a la entrada de La Pluma.

La ancha boca de la cueva impresionó a la mayoría. A la izquierda, una entrada más pequeña daba margen para acampar sobre un lecho de tierra. Encendimos los faroles y penetramos.

Tres recorridos teníamos planificados. Uno primero y sin mucho riesgo –para aplatanar a la gente – hasta la Salida del Sol. El segundo y más complicado, al lago mayor. El tercero sería a la hermosa salida de los Caguayanes. El reto era hacerlo todo de día, para poder regresar por el monte hasta la entrada principal.

Comenzamos un leve descenso, dejando a la izquierda a los gurs (pequeños laguitos formados por el goteo del agua desde el techo). Seguimos por un enorme pasillo. Unos huecos rectangulares en el suelo mostraban excavaciones espeleológicas realizadas en busca de huellas aborígenes.

Una gran columna en forma de mujer, atravesada en la galería, y otra columna fina a su lado izquierdo, eran la señal para el agua. Tras rebasar la cársica escultura, cerca de la pared derecha, un pequeño estanque de agua fría se prestaba para rellenar los envases. Tomamos agua, rellenamos y seguimos.

Al acercarnos a una claridad, ascendimos unas rocas por el extremo izquierdo y poco a poco se nos fue abriendo la bella Salida del Sol. Allí, gigantescos árboles tenían en un poderoso jagüey a su más imponente ejemplar. A la derecha, pintada en el techo, una huella de nuestros ancestros le daba nombre a la salida. Era una pictografía de un color carmelita-rojizo, que por su forma circular y pequeñas extensiones nacidas de las paredes del círculo, muy bien pudo significar el sol para los aborígenes. De unos diez centímetros su diámetro.

Luego de un rato admirando la salida y la pintura, volvimos a sumergirnos en la cueva, esta vez descendiendo por el extremo opuesto a la subida. Al llegar al borde de una roca, descendí primero para ayudar a los demás. Poco a poco fueron bajando, pero Osmell pisó mal e hizo el descenso a la velocidad de la fuerza de gravedad, por suerte, sin lesión alguna.

Ya todos en un pequeño llanito de tierra, nos adentramos –uno a uno – de cabeza por un hueco, que nos llevó a un salón no muy grande. Tomamos todos por un pasillo a la izquierda, pasamos un charco y comenzamos a subir por un túnel áspero y húmedo, que recibió de nuestra parte el nombre de “El Tubo.” Por lo húmeda de la superficie, esta parecía resbalosa, pero era demasiado rugosa, lo que impedía el deslizamiento. Ascendimos todo el Tubo, subimos una gran piedra y surgimos justo a un costado de los gurs. Bordeando por la derecha, salimos finalmente de la cueva y nos dirigimos al lobby de La Pluma, es decir, adonde habíamos acampado. Era el fin del primer recorrido, lo bueno comenzaba ahora.

Luego de un breve descanso, fuimos hasta el pequeño túnel que escondía a las mochilas y recogimos allí una larga soga. Descendimos, pasando a la derecha de los gurs y, al avanzar unos metros por el gran salón principal de la cueva, giramos a nuestra derecha, para acercarnos por un declive hacia una entrada de columnas, que más parecían las fauces de un gran depredador. Pasamos entre ellas y descendimos un escalón natural de alrededor de un metro de desnivel.

Pisamos suelo plano y nos asomarnos entre unas enormes columnas hacia un abismo: el Salón de los Balcones. Al alumbrar hacia lo hondo, presenciamos desde nuestra altura un gran salón de unos 25 o 30 metros de diámetro, que se hundía en su centro sin vérsele el fondo. Señalé un tramo de piedras a la derecha, por donde debíamos bordear el Salón de los Balcones, y las miradas de los nuevos hablaron por sí solas. Era el típico paso al filo de un barranco, visto en tantas películas.

Para poner fin a la contemplación, Alexis y yo avanzamos bordeando el salón y nos sumergimos, primero él y luego yo, por un pequeño hueco, para salir a un extremo del paso pedregoso. Una piedra semiplana señalaba el inicio y hasta allí llamamos al Chocky para que alumbrara el paso con su farol. El tramo tenía algo más de diez metros de largo. Alexis y yo la emprendimos despacio por él, pisando con cuidado sobre las piedras y agarrándonos por arriba con ambas manos. A mitad del paso, conseguí un sostén firme y me quedé allí para servir de punto de apoyo, mientras Alexis continuó para dar la mano al final.

Llamamos primero a las muchachas y comenzó la operación. Ellas, con ojos asombrados, iniciaron lentamente el cruce. Déborah, Idolka, Mairelys, Gloria y Sandy fueron venciendo el miedo, no completamente, pero sí lo suficiente como para dar paso tras paso. Yo en el medio y Alexis al final servíamos de sostenes. Al llegar a Alexis, este las orientaba para “acumularse” en una pequeña subidita.

Luego vinieron los hombres y se concluyó sin problemas el paso, con el cierre del Chocky con su farol. Ya del otro lado, descendimos por un hueco hasta un saloncito techado y subimos luego para salir al centro del Salón de los Balcones y acercarnos a un misterioso hueco ciego: la entrada del “Sándwich”.

Lo que ahora tocaba era bajar el hueco al que no se le veía el fondo y donde no había apoyo posible. Para eso era la soga. La explicación del nombre del Sándwich la dio Alexis. Al bajar, las piedras a los lados son como las tapas de un pan, y el jamón en el medio lo pone uno.

Hice un lazo con un extremo de la soga y rodeé una piedra para hacer la sujeción. Lancé luego la larga soga por el hueco. Listo ya, me dejé caer aguantado de la soga, hasta pisar un fondo inclinado, unos tres metros más abajo. Pedí entonces mi farol, lo cogí y lo coloqué un poco más arriba de donde estaba parado, en una esquina, para alumbrar la bajada. Después de mí, venía un descenso de unos cuatro metros con inclinación entre 30 y 45 grados, hasta una piedra intermedia, para luego continuar el descenso unos diez metros o algo más, con similar inclinación. El fango adornaba el recorrido; las nalgas jugarían su papel.

Sándwich abajo.

Recogí la soga y la lancé lo más extendida posible por el inclinado túnel. Luego Alexis bajó sobre mí y con la ayuda de la soga, descendió hasta la piedra intermedia. Allí recogió el tramo de soga que le quedaba y lo lanzó más abajo. Comenzó entonces el descenso. Mi hermano primero, bajó sobre mí para acomodarse en la esquina y sostener allí mi farol. Luego el Chocky descendió y sustituyó a mi hermano para que este bajara hasta Alexis y luego se lanzara nalgas abajo hasta el final del declive, donde un fanguero jugoso lo esperaba.

Vinieron uno a uno los demás. Aquello era pura diversión de los que estábamos apostados. Después de rebasar la posición de Alexis, los gritos no paraban hasta caer en el fanguero final, mientras los de arriba, intrigados, esperaban su turno. Al Chardo, un negro subido en tono, con unos ojos enormes a los que no le alcanzaban las pestañas para cerrarlos, estos casi se le salieron de las órbitas. Roberto, al bajar, era un show, riéndose y escandalizando. Los gritos de las chicas se prestaban para la banda sonora de una película del sábado. A Ernesto, un estudiante de eléctrica y novio de Sandy, la adrenalina se le subió. Finalmente nos vimos todos en el final del Sándwich, con el fango metido hasta la siquitrilla. La soga allí quedaría para recogerla a la vuelta.

Seguimos entonces por un terreno plano y fangoso, para luego subir entre grandes piedras y llegar a un salón que desembocaba en un ancho túnel venido por la izquierda. Partimos en descenso para adentrarnos en el túnel que giraba a la izquierda. Avanzar y avanzar fue la opción, mientras el túnel iba descendiendo poco a poco. Los murciélagos,  extrañados, nos revoloteaban de vez en cuando. Un entronque nos sorprendió, y dejando al grupo a la espera, me fui con el Chocky por la izquierda. Finalmente el camino se cerró en un fanguizal, donde unas extrañas maticas de color blanco crecían inexplicablemente en el suelo, allí, sin clorofila a la vista. Regresamos al grupo y tomamos todos por la derecha para seguir bajando.

Finalmente, unas últimas curvas nos llevaron a un fanguizal mezclado con guano de murciélago, que, al girar bruscamente a la derecha, se convertía en un charco pantanoso y desembocaba abruptamente en el gran lago de La Pluma. Me quité la ropa, quedándome en trusa, y me acerqué a la boca del lago, dejando mi farol en una esquina en lo alto, a la derecha de la boca del lago.

Muchas más veces en años posteriores he llegado hasta allí, pero nunca la impresión me ha abandonado. La cueva se abre en una inmensa bóveda. La altura del techo pasa de los 20 metros, el ancho del lago supera los 25, y su profundidad, según nos han dicho, es de 29. Una espesa nata de guano de murciélago cubre toda la superficie del lago. La temperatura del agua desciende fácil de los 20 grados.

La mesa estaba servida. Poco a poco la gente se fue acercando, algunos ya en trusa y otros convencidos de que no se bañarían ni muertos. Sumergí mi cuerpo en la entrada del lago y comencé a patear en el agua para despejar de guano el centro del lago. Cuando ya había logrado cierta limpieza de la superficie, me lancé y nadé sin parar hasta la orilla del frente, provocando un inquietante estruendo con eco en aquella inmensa y extraña cavidad. Otros más me siguieron, incluyendo algunas damas. Ya del otro lado, subimos con gran trabajo una loma de fango, para sentarnos encima de una literal loma de mierda, en este caso de murciélago.  Allí pasamos un rato hasta que el frío nos aconsejó lanzarnos al agua y nadar de regreso hasta la entrada del lago.

Ya todos juntos, nos vestimos con la mojazón y el fango, sobre todo en los pies, y partimos de vuelta por el sinuoso túnel. Llegamos al rato a una entrada que le llamábamos “La Gatera”. Cuando estábamos todos, me sumergí en el hueco que le da inicio y comencé a gatear por un estrecho túnel que ascendía poco a poco. Los 16 formamos una larga hilera, repartiéndonos las luces. Entre 50 y 70 metros de largo tiene aquel túnel, el cual posee su mayor estrechez a mitad de camino, la que obliga a entrar por ella como una culebra.

Finalmente, y para sorpresa de muchos, desembocamos en el hueco del Sándwich. El cruce sobre el hueco asustaba. Alexis pasó para ayudar desde el otro lado, mientras yo buscaba un punto de apoyo más abajo para ayudar al salto sobre el hueco. Con bastante adrenalina, la gente venció el nuevo obstáculo. Recogimos la soga y la dejamos algo adelante, pues nos sería útil también en el tercer recorrido. Regresamos entonces hasta el extremo del paso sobre el Salón de los Balcones y la gente lo fue rebasando, apoyando yo en el centro y Alexis al final. Llegamos finalmente al pasillo central de la cueva para salir por la entrada principal y regresar al lobby de acampada hechos unas bolas de fango.

Un nuevo descanso, con merienda incluida, tuvo que hacerse con premura, pues la tarde avanzaba y cuando saliéramos por los Caguayanes, requeríamos luz natural. Volvimos por tercera vez a adentrarnos en La Pluma, quedando esta vez en el lobby Sandy y Ernesto, este último con cierta indisposición, más por la adrenalina, que por otra razón.

Volver al Salón de los Balcones y pasar junto al barranco tuvo continuidad con un pequeño ascenso para quedar de frente a una inclinada pared. Subí con trabajo por el lateral derecho, con la soga enroscada y agarrado de cualquier saliente, hasta llegar arriba. Hice un lazo, lo enganché a una piedra y lancé la soga. Poco a poco la gente fue subiendo con los pies sobre la roca y la soga agarrada. Ya arriba todos, comenzamos a andar por un laberinto sinuoso, mientras llevaba la soga conmigo. Llegamos así a “La Alcancía”. Allí se cierra el paso y solo dos pequeños agujeros en el suelo, por donde apenas cabe un hombre por cada abertura, permiten continuar. Como culebras, nos arrastramos para seguir del otro lado girando, según las ocurrencias del túnel.

La Alcancía

Un salón amplio con ascenso nos detuvo. Alexis buscó continuidad por arriba, pero recordé de mi anterior ocasión haber pasado entre estrechas columnas por la derecha. Así lo hicimos para caer sobre un fanguero, que le sacó al Chardo una famosa expresión: “¡Ay, fango!”

Continuando, llegamos al Salón de las Agujas, donde el techo está cubierto de estalactitas, e incluso, de algunas curiosas elictitas, que desafían la fuerza de gravedad en su crecimiento lateral. Pasamos allí apretados entre columnas, evitando a nuestra derecha dos boquetes que daban a un abismo.

Más adelante, con el fango en los pies, llegamos a un borde que se asomaba a un salón y, al bajar hasta él, se mostró a la derecha uno mayor: el Salón de las Campanas, debiendo su nombre a las concavidades que adornan su techo. Amarramos la soga a una piedra y comenzamos a bajar por ella. Ya debajo, continuamos la marcha por un ancho túnel que giraba poco a poco a la izquierda y nos llevó al pequeño lago de “Los Camarones Ciegos”, donde el paso se cerraba. El laguito, de unos siete u ocho metros de largo, aparentemente concluía en una esquina recta, pero tenía continuidad subacuática. Algunos nos bañamos en aquella agua tan fría como la del gran lago.

Pronto recogimos y partimos de regreso para ascender, con la ayuda de la soga, el borde del Salón de las Campanas. Al subir, avanzamos casi hasta el final del otro salón para allí girar a la derecha por un túnel, que anunciaba claridad en su final. Al llegar hasta la luz, a los nuevos les sorprendió una de las más bellas imágenes concebidas en cueva alguna.

La “Salida de los Caguayanes” explotaba a la vista. Un enorme boquete inclinado, de unos 100 metros de largo y más de 40 de ancho; una hermosísima claraboya en su elevadísimo techo, por la que descendían las raíces de un poderoso jagüey, junto a los haces de los rayos solares, ya menguados; una gigantesca piedra en el centro de la salida; y el bello contraste de las penumbras de la cueva con el final teñido por el verde de los árboles y el tenue azul del asomado cielo, provocaban el asombro de quienes se enfrentaban por primera vez a aquella magia natural.

La salida de los Caguayanes

Pero no había tiempo que perder. La luz solar se iba y el regreso al lobby de La Pluma podría convertirse en una odisea. Pisada a pisada sobre piedra y más piedra nos llevaron al boquete de salida. Ya arriba, penetramos en la maleza y, al avanzar un poco, nos arrimamos a la izquierda para seguir junto a un farallón. Finalmente salimos, ya en penumbras, a un campo de arbustos espinosos, guao y hierba de guinea, minado por montículos de diente de perro.

Avanzamos por allí con la noche a cuestas. Un error en la dirección podría acarrearnos una acampada insufrible. Pero un detalle nos salvó la situación: la inclinación del terreno. Aunque ya yo había estado dos veces anteriores en La Pluma, solo en una ocasión había salido por los Caguayanes. Pero muy bien recordaba la posición relativa de la entrada de La Pluma con la dirección hacia donde estaba el mar.

Al notar entre las sombras de la noche la inclinación del terreno, comprendí que hacia el descenso quedaba el mar, es decir, el norte, y la entrada de La Pluma se ofrecía hacia el oeste. Caminamos entonces rumbo oeste entre la oscuridad, atravesamos un terreno llano de unos 100 metros de largo cubierto de arbustos y penetramos por una abertura de un monte espinoso, que nos condujo a la entrada del túnel que escondía las mochilas. Recogimos los bultos y llegamos por fin al lobby de La Pluma, donde Sandy y Ernesto aguardaban impacientes.

El hambre a esa hora era inmensa, pero preferimos primero quitarnos el churre en los gurs. Después hicimos una fogata para alumbrar el lugar. Luego de llenarnos, comprobamos, más que el apetito del Chardo, su rasgo de comer más con los ojos que con la boca, al punto de quedarse dormido con un pan en la mano, luego de haberse llenado. Por ese sueño pesado le llegó también el fuego de la fogata, que le quemó algunos hilitos de sus medias, dada la cercanía, mostrando otro rasgo de su carácter: ser un gran entretenido. Mi hermano, a su vez, se llevó para el futuro del grupo el nombrete del Oso, pues en más de un rincón de la cueva echó un sueño.

Finalmente llegó el sueño, que todo lo concilia, y la tropa quedó profundamente rendida, pues el cansancio era demasiado, tras la primera gran exploración del grupo a La Pluma.

Domingo 3 de enero de 1988

El segundo amanecer en el lobby de La Pluma fue sin apuro, cuando ya la claridad hacía rato reinaba en el lugar. Osmell, quien había dormido con Mairelys en un saloncito contiguo al que se entraba por un estrecho hueco, amaneció con la cara llena de ronchas, pues hizo alergia a un ataque de mosquitos en su escondido rincón.

Con calma preparamos el desayuno y, luego de tragarlo, recogimos y partimos de La Pluma. Un alto frente al árbol con la gran piedra en alto, permitió una foto, que quedó para la posteridad. En un viaje posterior vimos la piedra en el suelo, pues un incendio forestal había quemado el árbol.

Mairelys y Osmell junto al árbol con la piedra levantada

Desandamos el terraplén hasta la Vía Blanca y seguimos por ella hasta el Rincón Moderno, un restaurante-cafetería ubicado a tres kilómetros de Cumbre Alta. Una breve espera nos trajo una guagua. Canasí, Santa Cruz y La Habana se sucedieron en nuestro regreso, para concluir así la primera excursión de Mal Nombre, sin llevar aún ese nombre malo, pero entrañable. La Pluma había sido un digno estreno. En ella nacieron amistades duraderas y nació también un grupo que, poco a poco, año tras año, iría desentrañando los secretos más genuinos de la geografía cubana.

El grupo en Rincón Moderno al regreso

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