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Un homenaje al Che en el Hombrito (1994, 3ra. y última parte)

Miguel Alfonso Sandelis
26 diciembre 2025 | 0 |

Paisaje del firme de la Maestra


La partida del Hombrito y el faldeo por la izquierda de la loma bicúspide. El ascenso y descenso de la loma del Infierno. La soleada subida de La Gloria, trastocada en aguacero. El grupo se desperdiga por el firme de la Maestra. Acampada fría, hambrienta, sedienta, a la intemperie y en cuatro grupos, sobre el firme. La llegada por partes al campamento del Alto del Cojo.

Martes 26 de julio de 1994

La idea era muy hermosa, pero concretarla era un gran reto. Por eso nuestra satisfacción era inmensa cuando partimos de la loma del Hombrito dejando allí erguido nuestro monumento al Che. Descendimos hasta el claro donde habíamos dejado las mochilas y, al llegar al terraplén, nos despedimos de nuestro gran amigo Sonsón y de su familia. Nunca olvidaríamos a aquel sencillo guajiro que nos abrió los brazos en su morada para facilitarnos hacerle el homenaje al Che, que también era el suyo.

Comenzamos a andar el terraplén, caminando hacia el oeste, quedándonos la ladera elevada a la derecha. Mi cálculo para la jornada, medido en un mapa en La Habana, era de unos 11 kilómetros. Pero al hacerlo, cometí un error, pues medí desde un punto adelantado del Hombrito y no desde donde estábamos acampados. Ya habría tiempo en el día para cobrarme el error. Una medición posterior me indicó 16 kilómetros.

Tras pasar una aguada y dar un giro primero a la izquierda y otro a la derecha, llegamos a un entronque. El terraplén continuaba girando hacia la diestra, mientras otro camino ancho culminaba allí, viniendo por la izquierda desde la base de Los Altos de Conrado.

El Ranger, de inmediato, se lanzó a dar su rumbo por la izquierda. Pero quién le iba a creer a esa altura de la guerrilla. Por supuesto que la dirección indicaba seguir el terraplén, que significaba continuar faldeando junto al Hombrito, pues este se hallaba en el firme de la Maestra. De todos modos, una brújula me confirmó la ruta.

Seguimos faldeando por la izquierda de la loma. Más adelante, un pequeño trillo que descendía por la izquierda, me recordó un dato que me había dado Otto Hernández Garcini en la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado y me lo confirmó Sonsón. Bajando por allí se llegaba hasta el lugar donde el Che hizo su primer campamento en la zona. Después levantó su Comandancia en La Mesa, a la cual se llega bajando la ladera opuesta de Los Altos de Conrado, justo junto al río La Mula.

Continuamos por el terraplén, que no presentaba grandes desniveles, de momento. Llegamos a un lugar desde el cual se veía un punto blanco sobre la cima este del Hombrito, que era sin dudas nuestro monumento al Che. Rebasamos dos aguadas y, tras dejar atrás por la derecha el pico oeste del Hombrito, hicimos un alto en un claro donde abundaba la tierra roja.

Como la mochila de Adrián se había roto, Leopoldo y el Chocky aprovecharon el descanso y trabajaron nuevamente de remendones, hasta dejársela lista para continuar. Mientras, Maikel, Valeri y Vizcaíno regresaron hasta la última aguada para rellenar varios pomos de agua. A esa altura de la caminata, el Gaby ya tenía mareada a la gente, pues a cada rato hacía sonar su timbre de bicicleta, que lo llevaba enganchado en la mochila.

El descanso vino bien, pues era el preludio de fuertes ascensos. Dos grandes lomas teníamos por delante: El Infierno y La Gloria. Para llegar al campamento del Alto del Cojo, que era nuestra meta del día, debíamos rebasar ambos obstáculos, que se hallaban levantados en el propio firme de la Maestra. Hasta ese momento íbamos confiados en que nos daría tiempo en el día a alcanzar el destino previsto.

El desfiladero con la subida de la loma del Infierno al frente

Seguimos avanzando y rebasamos el entronque con un terraplén, que llegaba por la derecha y terminaba allí. Este continuaba hasta Buey Arriba por una senda diferente a la que nos llevó al Hombrito. Más adelante, el camino que seguíamos se convirtió en un desfiladero del firme de la Maestra, despojado de vegetación, lo cual ensanchaba la visión. A ambos lados teníamos bajada. A la derecha, la lluvia que cayera corría hacia el norte; a la izquierda, la costa sur sería su destino.

Un trillo bajaba por la izquierda y en lo hondo se veían unas casas. Me lancé por la pendiente –dejando arriba la mochila – para averiguar si íbamos por el camino correcto. El caserío se llamaba Santa Ana y en él me confirmaron que llevábamos la ruta adecuada para llegar al Alto del Cojo. No obstante, me anunciaron que difícilmente llegaríamos en el día. Fue el primer indicio que tuve de lo que vendría.

Al final del filón del firme se alzaba imponente la loma del Infierno; el camino que seguíamos la emprendía pedregoso por ella. Comenzamos el ascenso bajo un sol impertinente, que pronto nos sacó el sudor y la sed, mientras el peso en las espaldas se acrecentaba a cada paso. Algunos buches de agua nos gastamos en el primer ascenso. Hicimos un alto en un pequeño llanito donde había un poco de agua empantanada y, luego de reagruparnos, continuamos la trabajosa subida.

Finalmente, llegamos hasta el final de la pendiente en ascenso y nos detuvimos para analizar la dirección que llevábamos y, de paso, coger un descanso. El camino no llegaba hasta la cima de la loma, sino que la faldeaba por la izquierda. Saqué mapa y brújula y me puse a analizar con mi hermano nuestra posición. Aún nos quedaba por superar la Gloria, y después es que aparecería la cordillera del Turquino, donde se hallaba el Alto del Cojo.

El sitio de la loma del Infierno donde analizamos el mapa

Comenzamos a bajar y, cuando la pendiente cedió, apareció una fresca aguadita bajo un pinar. Tras calmar la sed y rellenar los pomos y las cantimploras, continuamos, ya sobre un terreno más llano, en la confluencia entre el Infierno y la Gloria. La placa de un secadero de café nos llamó la atención. Ese era un buen lugar para acampar, pero no a esa hora, cuando teníamos mucha luz solar por delante para avanzar.

Se empezó entonces a escuchar un chorro de agua que caía por la izquierda, mientras el camino se adornaba de pomarrosas y matas de guayaba. Joel se quedó allí saqueando las matas de guayaba, que tenían algunos frutos pequeños y amarillitos. Atravesamos un bello arroyo y, más adelante, un riachuelo mayor nos interrumpió el camino. Cruzamos el riachuelo con el agua casi a la cintura y notamos que unos metros aguas abajo, caía espléndido el chorro que antes habíamos escuchado. Este, según los mapas, era el arroyo del Guayabo. Toda la zona entre las dos lomas conformaba un bellísimo paisaje.

Del otro lado se inició una pendiente en ascenso. Tras subir un corto tramo, nos detuvimos para reagruparnos nuevamente junto a una aguadita que descendía por una ladera rocosa. Allí se apareció Joel para repartir algunas guayabitas, que venían muy bien para hacer algún bocado. Seguimos en ascenso, bordeando el farallón que nos quedaba a la izquierda. La trabajosa subida fue estirando a la tropa nuevamente. Al llegar a un tope, un entronque nos sorprendió. Por la derecha descendía un camino, mientras el de la izquierda seguía en ascenso.

Otra espera por el reagrupe se hacía necesaria, ahora para evitar la confusión de algún retrasado. Con todo el grupo ya junto, el Ranger lanzó otro disparate sin que nadie le preguntara, al decir que había que coger el camino de la derecha. Para el “explote” que él tenía, todo lo que bajara era mejor, aunque el Turquino fuera la loma más alta de Cuba y nosotros anduviéramos tras su huella. Por supuesto que seguimos por la izquierda, continuando así por el firme de la Maestra, ya en pleno ascenso de la loma de la Gloria.

Ascendíamos por un camino rojizo, notándose algunas muestras de erosión y pocos árboles a nuestro alrededor, cuando el severo sol fue opacado por unas nubes oscuras, y al poco rato comenzó a caer un recio aguacero, que pronto dejó el camino enfangado y nuestras ropas mojadas. El ascenso se volvió más tortuoso, pues los zapatos se hundían en el fango con facilidad y las mochilas comenzaron a pesar más de lo habitual, a pesar de que sacamos nylon para protegerlas. La muleta que yo llevaba, sin regatón en su extremo, se me hundía varios centímetros en el camino. La tropa se fue fraccionando cada vez más y el hambre comenzó a hacer estragos.

Una altura poblada de árboles nos pareció el final de la Gloria, y sí lo era, pero tras conquistarla, comenzó un sube y baja de lomas, que no tenía para cuándo acabar. La lluvia fue disminuyendo poco a poco, hasta desaparecer, pero ya el mal estaba hecho, con el fanguero dejado y la mojazón en nuestras ropas. Gerardo, el Puro, Alina y el Oso iban a la delantera, separados de los demás.

Yo iba con Yudimí, muerto de hambre. La “sacochila” me pesaba un mundo, pues le había quitado peso a la de la Nena, que era como solíamos llamarle a Yudimí. Ella padecía de unos dolores a la altura del cuello y el peso en la espalda la ponía peor. Cada vez que veíamos un ascenso, nos ilusionábamos, pero, tras bajarlo, aparecía otra subida. En un descanso que hicimos los dos en una abrupta ladera donde el camino faldeaba por la izquierda, se nos acercó Adrián y nos regaló dos mangos. Estaban amarillitos y el mío me lo comí con la cáscara.

La tarde comenzó a esfumarse peligrosamente sin que el sube y baja de pendientes terminara y sin que el tal Alto del Cojo acabara de aparecer. Ya en penumbras, después de descender la larga pendiente de una loma llamada “La Isabela”, el grupito de la delantera salió de la espesura del monte para ensanchársele la mirada frente a una inmensa cordillera. Allí terminaba el sube y baja y, tras un tramo faldeando por la izquierda entre hierbas, el camino se sumergía nuevamente bajo la alta vegetación, ya en la ladera de la gran cordillera, que no podía ser otra que la del Turquino.

Al lugar en que se hallaban detenidos llegaba otro camino por la derecha, tras un buen ascenso, pero su dirección no era en nada conveniente. Hacia la izquierda del camino a seguir todo era bajada, casi en barranco, justo entre las grandes cordilleras de la Isabela y el Turquino. Unos cientos de metros hacia adelante, ya en la ladera del frente, se veía una luz.

La ladera de la loma de la Isabela a la izquierda y de la cordillera del Turquino a la derecha

Pronto surgieron las dudas. El Oso no estaba claro de que ya esa fuera la cordillera del Turquino, ni que la luz proviniera del Alto del Cojo. De todos modos, con la noche encima y aquel trillo que continuaba con un barranco por la izquierda, encontraron como mejor opción acampar allí mismo, aunque no hubiera techo para resguardarse. Ya al día siguiente se despejarían las dudas.

Unos gritos de “Mal Nombre” dio el Oso, buscando respuesta desde atrás, y al momento la tuvo. Entonces partió con una linterna y logró dar con un grupito, al que condujo hasta donde se habían detenido los de alante. Yo escuché los gritos y respondí desde una distancia de unos 200 metros, pero no tenía luz alguna y bajo la vegetación no veía absolutamente nada.

Finalmente, en la delantera se juntaron 18. Entre ellos, Aylén estaba un poco quejosa y Maikel tenía una fiebre peligrosa, que le había surgido en el día. Al parecer, el virus que llevó Joel a la guerrilla iba ganando hospederos entre los malnombristas. El Gaby, también en aquel grupo, a pesar de las adversas circunstancias, hacía sonar de vez en cuando su timbre de bicicleta.

Andrés logró llegar a la delantera, junto con el grupo que el Oso fue a buscar. En el escultor eran notables su seriedad, parquedad y correcto modo de hablar; por ello la gente, en tono de broma, le había preguntado en más de una ocasión cómo estaba la guerrilla, para que él dijera una mala palabra. Pero nada habían conseguido. Sin embargo, las condiciones ahora eran “insuperables” para lograr su “sacrilegio”, con aquella hambre, la ropa mojada, sin techo, la noche encima, el grupo dividido y un frío que iba aumentando por minuto. A tanta insistencia, Andrés lo dejó bien claro: “Esto está de p…”

Colgaron las botas mojadas en las ramas de un árbol. Entonces tocaba decidir qué iban a comer. El Oso pensó en voz alta, qué yo haría en una circunstancia así, si abrir latas o no. Pero Alina, más pragmática, dijo que con aquella hambre y con latas, lo que había que hacer era abrirlas. Abrieron algunas de carne y sacaron galletas para repartir una ración por persona. Luego se acomodaron bastante pegados, para que el calor fuera mayor. Cada cual sacó ropa seca y, con los nylon por encima, solo les quedaba intentar dormir.

La Nena y yo le habíamos seguido los pasos a la delantera. Cuando cayó la noche, nos quedamos a ciegas bajo aquella madeja de árboles, pues no teníamos linternas. Entonces comencé a avanzar llevando la muleta delante y moviéndola a los lados para comprobar la dirección del camino, mientras le daba la otra mano a Yudimí y ella me seguía. Al escuchar los gritos de la delantera y responderle, seguimos avanzando, hasta que la muleta tropezó delante con varios troncos de árboles. Evidentemente, en el lugar había un giro del camino. Pasé unos minutos tratando de encontrar la dirección del desvío, sabiendo que un movimiento equivocado podía ser peligroso, pues andábamos por un firme y a ambos lados del camino había un descenso brusco. Con el paso tan lento que llevábamos y ante aquel desvío, creímos mejor acampar allí, a pesar de tener cerca a la delantera. Ya nos uniríamos con ellos al amanecer.

Primeramente, sacamos el súper-nylon mío y uno verde de Yudimí, más chico. Extendimos el súper-nylon sobre el suelo y nos sentamos sobre él. Nos quitamos la ropa mojada y nos pusimos otra seca. De comida para el momento teníamos una lata de carne, azúcar prieta y polvo de refresco instantáneo de limón. Decidimos no abrir la lata. Yudimí solo comió azúcar y poca;  yo probé de los dos polvos, pero a pesar del hambre inmensa, no me atraganté, pues no teníamos ni una gota de agua. Para colmo, el polvo de refresco me irritó la garganta, inflamándomela un poco. Finalmente, nos acostamos y nos tiramos el nylon verde por encima, dispuestos a dormir sobre un terreno algo inclinado.

Más atrás varias historias vivieron los 15 restantes. Aún sin caer la noche y con el aguacero en pleno apogeo, Leopoldo, Tania, María y Pedrito, hicieron un alto para guarecerse debajo de un gran nylon azul que Sibia había dejado regado en el medio del camino. Al rato se les sumó el Chocky, pero luego este regresó en busca de Valeri, quien llevaba un paso lento, cargando con dos mochilas. Le quitó el Chocky una mochila y se unieron los dos a los que se protegían bajo el nylon azul.

Cuando la lluvia amainó, los seis continuaron la marcha por el camino enfangado y, más adelante, hallaron tapados por un nylon a Aniel, Mayelín y Abelito. El trío se sumó a los otros seis y continuaron todos caminando mientras Aniel le cargaba una  mochila a Valeri, quien estaba al límite de sus fuerzas. Luego Pedrito cogió la mochila de Valeri que cargaba Aniel y, junto a Abelito, tomó la punta del grupo. Pero al rato, Pedrito se detuvo, pues notaba un peso excesivo en aquel maldito bulto. Abrió entonces la mochila buscando la causa y, de paso, ver si había un poco de dextrosa para paliar algo el hambre. Halló un nylon con algún polvo y los ojos le brillaron. ¿Sería dextrosa o quién sabe si leche en polvo? Cogió un puñado, se lo echó en la boca y al instante expulsó aquel raro polvo blanco, haciendo una extraña mueca. ¡Era cemento! Al momento todos comprendieron la razón del “explote” de Valeri. Había cargado con aquel excesivo e inútil peso desde el Hombrito.

Con la noche ya cayendo, el Chocky y Abelito partieron a paso apurado para dar con el grupo de la delantera y después regresar a buscar a los de atrás. Mientras, desde lo último llegaban los seis que faltaban para unirse a los demás y completar un grupo de 13 malnombristas. Entre ellos, por supuesto que estaba el Ranger.

Abelito y el Chocky, sin luces, iban entre la penumbra, tropezando continuamente y de vez en cuando gritando hacia adelante. Cuando recibían respuesta, no podían distinguir si el grito venía desde alante o desde atrás. Cuando la completa oscuridad reinó, se detuvieron, comprendiendo que tenían que acampar ya. Sacaron unos fósforos y con ellos encendieron un periódico, logrando ver dos troncos en los que amarraron la hamaca del Chocky. Temblando de la mojazón y el frío, sacaron ropa seca, una colcha y una capa-tienda. Como tenían una sola hamaca, analizaron entonces cómo debían acostarse, y hallaron que de lado era la mejor opción. Finalmente se acostaron en aquella posición, sin probar un bocado. La noche se la pasaron cambiando de posición y riéndose de su situación de vez en cuando. En uno de aquellos movimientos, los dos fueron al piso y, entre risotadas, volvieron a acostarse. Durante años, aquella noche juntos, en una sola hamaca, “dio mucho qué hablar” en Mal Nombre.

Los 13 últimos, al llegar la noche, se agruparon para dormir. Sacaron también ropa seca y nylon y, con unas latas de carne abiertas y tostadas, “mal merendaron”. Valeri tenía asma y María lo protegió lo más que pudo, aunque a ella la sugestión le hizo creer que también le faltaba el aire, según se lo hizo ver Joel dándole un buen “cuero”. A Déborah, en silencio, se le escaparon algunos sollozos, pero no pudo soportar ciertas quejas del Ranger y le habló duro para que terminara con sus lamentos.

El campamento del Alto del Cojo visto desde donde acamparon los 18

Así, en cuatro partes, quedó Mal Nombre tirado sobre el firme de la Maestra. Cansancio, hambre, sed y frío abundaban en la desperdigada tropa, como si hubiesen querido extender el homenaje al Che, teniendo una verdadera noche guerrillera, nada más y nada menos que un 26 de julio.

Miércoles 27 de julio de 1994

Con la claridad del alba, el grupo de la delantera comenzó a desperezarse. A esa hora la humedad debía estar rayando el ciento por ciento. Al comenzar a levantarse, las miradas giraron hacia Alfredo que, al no tener ropa seca, durmió con una saya que le prestó su hermana Bety. Luego del momento divertido, improvisaron un desayuno a base de tostadas desbaratadas. En eso llegamos Yudimí y yo, que con las primeras luces del día habíamos recogido y partido. Mi hermano me señaló la casa que se veía a lo lejos. De inmediato le dije que ese era el Alto del Cojo, pues el panorama abierto ante mis ojos me daba la seguridad de que estábamos frente a la cordillera del Turquino.

Quedaba entonces partir, pero antes la gente pasó por la tortura de tener que ponerse la ropa de guerrilla mojada. Rebasamos con cuidado el enlace entre las dos cordilleras, donde el trillo avanzaba entre la hierba, con un gran descenso a la izquierda. Ya del otro lado, el camino giró a la izquierda y comenzó a faldear bajo el monte. Pasamos sobre dos aguadas y, finalmente, luego de una “histórica” caminata con acampada incluida, llegamos al Alto del Cojo.

En el lugar, la ladera cubierta de hierba disminuía en algo su pendiente, para volver a inclinarse más abajo. Una casa principal saltaba a la vista, con tres literas en su interior. Junto a ella, otra casa más pequeña servía de cocina y almacén. Las dos casas eran de madera con techos de zinc. Más abajo se alzaba un vara en tierra. Siguiendo la falda, un cañón despejado se abría, descendiendo una aguada en su parte más cercana al campamento, donde una manguera facilitaba el acceso al agua. Dos trabajadores de la Empresa de Flora y Fauna se hallaban en el lugar y nos recibieron amablemente.

Adrián a la izquierda junto a Pablo, uno de los dos trabajadores del campamento del Alto del Cojo

Tras dejar las mochilas por el suelo, comenzamos a acomodarnos en el sitio, y la aguada fue el primer lugar visitado para calmar la sed. Después extendimos sobre la hierba toda la ropa mojada, en una mañana que se mostraba despejada. Sin perder tiempo, tomamos la decisión de pasar allí todo el día y partir en la mañana siguiente rumbo al Turquino. El tiempo nos alcanzaba para lo que nos faltaba por hacer en la Sierra y aún quedaban restos de tropa desperdigados por el firme de la Maestra. Gerardo partió entonces de regreso, en busca de los faltantes.

Allá por el firme, el dúo de la hamaca se despertó también con la claridad, y un rato estuvieron conversando Abelito y el Chocky acerca de las aventuras del día anterior, hasta que al fin decidieron levantarse. Sufrieron también la angustia de ponerse la ropa mojada, recogieron y partieron con la incertidumbre de si ese era o no el camino correcto, a pesar del reguero de huellas recientes que se veían en el suelo.

Más adelante, hallaron sobre el camino un tapón plástico, que es usado en la biotecnología, y se sintieron al fin confiados de ir por la ruta correcta, pues varios de la tropa trabajaban en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología. Siguiendo la macha, encontraron a Gerardo, quien les habló del tramo que les faltaba, de las buenas condiciones del Alto del Cojo para acampar y de la decisión de pasar allí el resto del día.

Continuaron los dos andando, comenzaron a bajar la Isabela y salieron al claro entre las dos cordilleras. Yudimí y yo, que constantemente mirábamos hacia la salida del camino de la Gloria, al verlos, les comenzamos a gritar. Luego de unos 20 minutos, se aparecieron al fin en el campamento y los recibimos con tostadas y refresco. Ellos no habían probado bocado alguno en la dura acampada en el firme.

El último grupo, tras levantarse, preparó cerelac con un poco de agua que le quedaba. En eso llegó Gerardo al lugar y los puso al tanto de los últimos acontecimientos. Sin librarse del sufrimiento de ponerse la ropa de guerrilla mojada, partieron al fin, y sobre las diez de la mañana ya estábamos juntos los 35 malnombristas en el Alto del Cojo.

Terminaba así el histórico peregrinar de Mal Nombre entre la cima del Hombrito y el campamento del Alto del Cojo. Por delante quedaba un nuevo ascenso al Turquino y un intento de llegar por primera vez al Pico Suecia. Pero eso será el motivo de una próxima crónica.

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