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Guanahacabibes 1993, pasajes de una guerrilla (2 y final)

Miguel Alfonso Sandelis
08 agosto 2025 | 0 |

El Cabo de San Antonio

En cuatro ocasiones Mal Nombre ha cruzado la barrera levantada al inicio de la vía que conduce al extremo occidental de nuestra alargada isla, el Cabo de San Antonio, en un trayecto de 56 desolados kilómetros. A la larga distancia se le suman el sol, la plaga y la carencia de agua, que hacen desechar la opción de recorrer a pie el trayecto. Pero, cómo no intentar conquistar tan simbólico y atractivo objetivo.

La primera incursión a Guanahacabibes de Mal Nombre no incluyó al extremo occidental de Cuba entre sus objetivos, por ello, para la guerrilla de verano de 1993, el Cabo de San Antonio se convirtió en una meta a conquistar, después de repetir el recorrido por el sur de la península.

Miércoles 17 de agosto de 1993

La nueva mañana en la estación meteorológica de La Bajada nos deshizo los planes de ir al Cabo. Cuando se le pasó la borrachera del día anterior al jefe de una brigada constructora que disponía de una camioneta y nos había prometido llevarnos, comprendió que sus trabajadores no tenían su misma sensibilidad, sobre todo el chofer. Este le dijo que no podría llevarnos, porque una rueda de la camioneta amaneció ponchada.

Estación meteorológica de La Bajada

Al ver el panorama, rápidamente comprendimos que al noble jefe le costaba trabajo dirigir a aquellos rudos trabajadores, e incluso llegamos a sospechar que aquello era un “auto-ponche”. Aunque lo presionamos por haber empeñado su palabra, nada conseguimos, porque a esa hora él no dirigía a nadie. En fin, que nos quedamos “en el aire”, a pesar de tener el permiso para ir al Cabo de San Antonio.

Después de pasar un buen rato sentados junto a la carretera, al lado de la estación meteorológica, sin que pasara nada rumbo al Cabo, algunos comenzaron a regresar a la estación.

Fue justo en ese momento cuando apareció a los lejos la silueta de un tractor con una carreta. Se fue acercando el carromato con su lento andar, hasta parar justo delante de nosotros. De inmediato, le solté al chofer: “¿Llega al Cabo?”, y el hombre me respondió: “No, solo hasta Bolondrón.” A mí me estaba hablando en chino, hasta que alguien de la zona me aclaró que Bolondrón nos adelantaba solo unos 20 kilómetros (realmente la entrada a Bolondrón está a 35 kilómetros del Cabo). Pero, de cualquier forma, nos quedarían más de 20 kilómetros por caminar en aquella península en la que de día el sol es una salación y de noche la plaga es una maldición.

Pero las ganas de llegar por primera vez al extremo más occidental de Cuba y el hecho de tener el permiso en la mano, tras haber realizado complicadas gestiones con el CITMA en Pinar del Río, me impulsaban demasiado como para dejar pasar tan fácil la más mínima oportunidad.

Sin pensarlo mucho, entré en la estación meteorológica para recoger la mochila, mientras con gestos elocuentes alentaba a los demás. Salí con mi carga y cogí la carretera a paso apurado, con la compañía de Leopoldo, Dalli, el Chocky, Lorenzo y el Gaby. ¿Y el resto?; sentados se quedaron en un ambiente lleno de tensiones y pensamientos diversos.

Mi hermano, sentado pero inquieto, fue quien abrió el debate, diciéndome: “¿Cómo tú haces esto? Oye, mira, yo tengo tremendas ganas de ir al Cabo, pero si esto es lo que tú quieres hacer, bueno, compadre, vete tú solo”. Mi cuñada Alina le siguió detrás, catalogando aquello de “locura”. Los demás, callados y en tensión, observaban la escena, que tenía tintes de discusión familiar. Seguí hacia delante, aunque con un paso más lento, hasta que le pregunté bajito al Chocky, que venía a mi lado: “¿Tú crees que esto sea individualismo?”

Cuando el Chocky me respondió que “sí”, no había nada más que hacer. Me senté al borde de la carretera sin mirar atrás, mientras las tensiones comenzaban a esfumarse y un tractor con carreta partía vacío rumbo a Bolondrón.

Después de dejar las mochilas en la estación, nos fuimos todos para la costa por la carretera, pues junto al puesto de guardafronteras nos habían anunciado la existencia de una poza llamada de “Juan Claro”. El lugar realmente es una joya natural. Con unos 50 metros de diámetro irregular y una abertura a la bahía de Corrientes de unos diez metros de ancho, el sitio se regala solo para el baño, teniendo varias partes en las que se da pie. Pero lo más interesante de la poza es la existencia en su seno de una cueva subacuática de la que brota el agua dulce. En ella ocurrió el mayor accidente de espeleobuceo de Cuba, al perderse en su interior unos buzos a los que finalmente se les agotó el oxígeno.

La poza de Juan Claro

Buena parte de la tarde la pasamos en la poza y allí se apareció el infeliz jefe de la brigada constructora, con una guitarra y comenzó a cantar acompañándose del instrumento. Entre canciones, nos dijo con cara de nostalgia que nosotros le recordábamos a su hijo, a quien no veía hacía meses.

Mientras esto sucedía, Dannette y Barbón partían en una guagua rumbo al Cayuco, en una misión muy importante: pedirle a Diego, el reconocido director de la Empresa Forestal, un camión para que nos llevara al Cabo. A esa hora, el “cacique” de Guanahacabibes nos parecía el mejor paño de lágrima para sacarnos de un rollo.

Después del baño, volvimos para la estación meteorológica, pues había que cocinar. Estando en esa faena, se aparecieron Dannette y Barbón con la espectacular noticia de que el “camaroncito duro” de Diego nos sacaría del apuro. Antes de las nueve de la mañana del día siguiente estaría un camión frente a la estación para llevarnos al Cabo, visitar playa Las Tumbas y regresar al Cayuco, para participar en una actividad que nos querían ofrecer. ¡Qué más pedir!

Con frijoles, arroz y carne del día anterior formamos el tiroteo. En la noche hubo alguna tertulia, hasta que nos acostamos con las expectativas puestas en el viaje del día siguiente.

Jueves 18 de agosto de 1993

El camión llegó antes de las nueve de la mañana, como había anunciado Diego. En pocos días, y sin conocernos, era la cuarta vez que acudía en nuestra ayuda.

Sin desayunar, montamos los 17 malnombristas y de inmediato arrancó el camión. Rebasamos el puesto de Guardafronteras de La Bajada e iniciamos la travesía por el largo, llano y recto terraplén, que a poca distancia de la costa sur se dirige al Cabo. En el primer kilómetro, gigantescos almácigos y otros envidiables ejemplares forestales se alzaban a ambos lados del terraplén para resguardarnos del sol. Después aparecieron bosques de uvas caletas y yareyes.

La carretera al Cabo de San Antonio

Rebasada la Reserva de la Biosfera “El Veral”, una breve lomita nos anunció cambios en la vegetación. Primeramente, avanzamos rodeados de bosques, aunque no tan altos como anteriormente, pero después salimos a un descampado, donde los cactus crecían entre el diente de perro. De pie, sobre la descubierta cama del camión, recibíamos los rayos de un sol libre de nubes que lo opacaran, aunque la mañana le restaba aún intensidad.

Nuevos kilómetros se fueron en aquella semi-altura, hasta que descendimos otra corta pendiente y avanzamos entre yareyes. Al rato ascendimos a otra terraza de características similares, para descender definitivamente hasta el nivel de la costa. Poco a poco la vegetación volvió a elevarse y el caserío Los Cayuelos nos anunció la proximidad del Cabo. La visión del faro de Roncali clamó por la llegada, hasta que al fin la curva de la costa, que allí se troca en sur y norte, declaró oficialmente el arribo al Cabo de San Antonio, mientras el faro, desde su cumbre, nos recibía con orgullo peculiar.

Al bajarnos del camión, contemplamos la curvatura de la línea costera desde la altura de unos tres metros a la que se encuentra la base del faro de la orilla. Algunos descendimos hasta el agua para sentirnos en el límite del extremo occidental de la isla de Cuba. Allí apreciamos el espacio arrancado a la roca frente a la costa, que aportó la materia prima necesaria para construir la torre del faro. En la casa aledaña a la torre, hicimos las gestiones para subir a lo alto del faro, pero trabas y más trabas, curvas y más curvas de los fareros, malograron la intención. Fue una lástima que a aquellos habaneritos llegados desde tan lejos, no los dejaran subir. No obstante, ya habría otras oportunidades para el desquite de Mal Nombre.

Nos montamos en el camión y partimos para la playa de Las Tumbas. Luego de recorrer cuatro kilómetros más por carretera, rodeados de uvas caletas, llegamos a las ruinas de lo que fue la base de campismo Las Tumbas (donde actualmente se levanta un centro turístico con hermosos bungalós). Nos bajamos a un césped rodeados de uvas caletas, teniendo al frente la playa con su franja arenosa. Antes de bañarnos, desayunamos y le brindamos al chofer, sintiendo el acoso de unos negros mosquitos, típicos de las playas.

Entramos al agua un poco antes del mediodía. En Las Tumbas, el fondo de la playa es todo de arena, aunque profundiza rápido y el agua tiene un tono algo amarillento. Mientras nos bañábamos, vimos un pez oscuro, que parecía un cazón. Estábamos en una zona prácticamente virgen de la pesca.

Comenzamos a caminar dentro del agua, paralelos a la orilla, hacia el norte-noreste. Luego de haber avanzado unos cientos de metros, nos detuvimos porque la gente quería hacer una pirámide dentro del agua. En uno de los intentos, la estructura humana se desmoronó y León salió del trance con un golpe en la cabeza, quedando un poco aturdido, y se fue a sentar en la arena.

Yo insté al grupo a seguir caminando, pues se me había metido en la cabeza llegar a donde la curva de la costa gira hacia la derecha, es decir, a Punta Cajón, para poder ver parte de la costa norte. Algunos trataron de disuadirme, pero Leopoldo los hizo desistir del intento, comprendiendo que ya no había quién me parara. Al poco rato se nos unió León, mostrando un poco de amnesia, aunque Gerardo, que bien lo conocía por haber estudiado juntos los cinco años de la carrera universitaria, tiró a relajo los síntomas de su antiguo colega.

Después de andar unos dos kilómetros, la costa comenzó a girar bruscamente a la derecha, hasta dejarnos ver una amplia ensenada y, después de esta, la continuidad de la línea de la costa norte, además de algunos cayos. Con aquella visión, llegamos pronto al final de la arena y al comienzo de los mangles. Allí estuvimos un rato, hasta que partimos de regreso.

Sobre las tres de la tarde llegamos de vuelta a Las Tumbas, donde nos esperaba el paciente chofer. Sin perder tiempo, nos montamos en el camión y partimos. Al llegar al Cabo, nos detuvimos y volví a hacer el intento de convencer a los fareros para que nos dejaran subir. Pero obtuve como respuesta un nuevo “no”.

Sin nada más que hacer por aquellos lejanos parajes, dejamos atrás el extremo occidental de Cuba. Con aquella visita, Mal Nombre completaba la estancia en los dos extremos de nuestra bella isla, teniendo en cuenta que tres años atrás habíamos estado en la Punta de Maisí.

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