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Pasajes del Toa (4) (1991)

Miguel Alfonso Sandelis
10 octubre 2025 | 0 |

La guerrilla de verano de 1990 nos llevó a navegar el Jaguaní, “el río más lindo del mundo” (según mi chovinista criterio), y el mayor afluente del Toa. Pero las navegaciones por el Jaguaní ya serán caldo de cultivo para otras narraciones. Por ahora, seguimos en el Toa.

Las ansias de navegar, de conocer más el Toa y saber de la existencia de saltos como Los Calderones y El Jíbaro, nos llevó a los malnombristas a planificar un recorrido más largo ‒de cuatro días‒ para la guerrilla de verano del año 91. En la nueva ocasión comenzaríamos la navegación en el mismo poblado de Bernardo de Yateras. Pero al hecho de navegar cuatro días, se le sumaba otro importante reto. La primera semana de la guerrilla nos llevaría a Tope de Collantes y desde allá los 19 integrantes de la flotilla navegante llegaríamos al Toa después de habernos transportado en lo que encontramos (dos trenes, varias guaguas y camiones, y una guarandinga).

La arrancada

Domingo 4 de agosto de 1991

En aquel amanecer junto al Toa, en una arboleda cercana a Bernardo de Yateras, nos despertamos con un gran embullo, principalmente los novatos, pues al fin íbamos a navegar. Barbón sufrió en un pie la picada de un alacrán que había pasado la noche metido en una bota suya. Preparamos el desayuno con la leche en polvo contenida en unas latas que habíamos comprado en la bodega de la base de campismo Playa Ancón, antes de subir a Topes de Collantes. Llevamos las balsas al río y amarramos las mochilas a ellas; los veteranos ayudamos a los novatos en la faena. Para merendar en el río, Barbón había conseguido unos tubos para pasta de diente, pero vacíos, y los llenamos con miel. Dentro del envase podíamos conservar la miel sin mojarse y tomarla cuando lo deseáramos.

Sobre las nueve de la mañana comenzamos la navegación por un tramo del Toa completamente desconocido para los que ya habíamos navegado. El tramo se presentó bastante tranquilo en su inicio. Por la zona del caserío de Tribilín vimos las vigas de un puente destruido, sobresaliendo del agua. Alguna furiosa crecida del Toa habría dado cuenta de él.

Seguimos avanzando por aguas algo quietas, con algunos rápidos ligeros y algunas playas en las orillas. Terminando la mañana, pasamos un pequeño meandro, y tras doblar una curva a la izquierda, sentimos el ruido de un fuerte chorro. Algunos nos lanzamos por el salto, sufriendo las consecuencias con caídas y golpes. Era el bautizo del río.

Acampada en una playita

Con la tarde avanzada, una playita a la izquierda nos invitó a acampar. Zafamos las mochilas, pusimos a secar alguna ropa y nos dispusimos a cocinar arroz. Cuando teníamos colocados los calderos sobre unas piedras, comenzó a lloviznar y de inmediato Ezequiel y yo cruzamos el río para buscar unas hojas de plátano y tapar los calderos. Regresamos para armar el improvisado techo, pero al poco rato escampó y pudimos terminar de hacer el arroz sin más problemas.

Concluyendo la cocina, me molesté con Eggy, pues no había trabajado. Mi molestia con él venía desde los días en que estuvimos en Topes de Collantes, pues también le había huido a la cocina.

Repartimos la comida, que también incluía carne en salsa, y nos atragantamos como merecíamos. La noche cayó sobre el Toa y la luz de la candela de la cocina nos retardó un poco las ganas de dormir, hasta que caímos finalmente, para comenzar a soñar con rápidos y brazadas.

Lunes 5 de agosto de 1991

El Salto de los Calderones

En la tarde navegante escuchamos un fuerte chorro que nos hizo detener. En el lugar, el río se dividía en dos; el Chocky cogió por la izquierda y yo avancé por la derecha. Lo que vieron nuestros ojos no dejaba margen a la duda: habíamos llegado al Salto de los Calderones, la mayor caída de agua del Toa, después del Gran Salto. La mirada del Chocky se asombró ante un gran chorro de agua que caía estrepitoso entre dos farallones. Era como un pasadizo de unos diez metros de largo, donde el agua descendía tumultuosa hasta desembocar en una poceta.

Por mi lado llegué hasta el borde de una cascada de unos seis metros de altura. Desde arriba se divisaba un impresionante panorama. Las dos corrientes confluían en una poceta, donde el agua corría ligera y en su final se arrinconaba a la derecha, para seguir por un canal estrecho de gran corriente. El canal tenía algunas piedras grandes, que sobresalían de la superficie del agua. Todo estaba rodeado de grandes farallones, conformados por la piedra gris de origen volcánico, típica de la cuenca del Toa.

Pasajes del Toa

Regresé adonde esperaban los demás y decidimos bajar todos por la cascada de la derecha, pero sin tirar las balsas, temiendo que estas se poncharan en la caída y que se dañaran las cosas dentro de las mochilas. Nos acercamos al borde de la cascada y organizamos una cadeneta de hombres para bajar las balsas con las mochilas.

La cadeneta sirvió para ayudar a bajar a las mujeres. Ellas, al llegar abajo, se lanzaban a lo largo en la poceta, para cruzarla hacia la izquierda, evitando así irse por el canal del final; después llegaban hasta una pequeñita playita con piedras y fango, que había dentro de la poceta, al final, a la izquierda. Mientras, el cielo se fue nublando sin darnos cuenta.

Poco a poco fuimos bajando las balsas por la derecha de la cascada y, ya en la poceta, dirigiéndolas para que entraran por el canal final. Algunas se trabaron en medio del canal y hasta allí fueron Alfredo y Manolo, pasando un buen trabajo al descender grandes paredes rocosas.

Alfredo entró por el canal, avanzando sobre las piedras, pero al destrabar una balsa, la corriente lo hundió y estuvo unos segundos debajo del agua. Alfre tenía puesta una enguatada para protegerse del sol, la cual contribuyó a su hundimiento. El Chocky, con la intención de ayudarlos, avanzó por la derecha de la poceta y se trepó con mucho cuidado en el farallón, evitando resbalar, para acercase a la boca del canal. Pero ya arriba, una avispa le recetó un buen aguijonazo, y de la picada, bajó disparado del farallón, olvidándose de los resbalones.

Finalmente, Alfredo pudo destrabar las balsas y todos salimos de la poceta, trepando sobre un muro de piedras que había detrás de la playita enfangada. Llegamos así a una poceta mayor, que tenía una playita arenosa a la derecha, donde nos juntamos los 19.

Fue justo en ese momento cuando se desató un feroz aguacero que, con los minutos, nos fue enfriando por dentro. Al rigor del frío, se le sumaba la preocupación por una crecida. Yo andaba solo en trusa, por lo que la frialdad me fue creciendo rápido en el cuerpo. Nos quedamos un rato en un impase, sabiendo que debíamos movernos, pero también que cada movimiento nos hacía sentir más el frío. Fue Barbón quien rompió el momento al desinflar su balsa e instar a la gente a caminar por la ladera derecha del río. De inmediato se le sumaron Marcuchén y el Oso. Al poco rato ya estábamos los 19 caminando bajo la cruenta lluvia.

La orilla por la que avanzábamos era bastante inclinada, tenía maleza y era pedregosa, por lo que se hacía trabajoso el andar. La lluvia fue disminuyendo poco a poco, pero no nos motivamos a volver a navegar, temiendo que bajara una crecida. Teniendo en cuenta que el camino que iba hasta Totenemos se extendía por la margen contraria del río, comencé a buscar un lugar propicio para cruzar la corriente.

Sin encontrar un paso muy adecuado, me lancé al agua y crucé, alentando a los demás para que lo hicieran. Ya del otro lado, Barbón se me sumó, subió por la ladera y encontró el camino buscado. Regresó entonces al río para darnos la noticia del camino, llevando un aguacate en la mano que se había encontrado en su pesquisa.

La “Torta Mal Nombre”

Al llegar a los secaderos de café de Totenemos, zafamos las mochilas, pusimos la ropa a secar y nos dispusimos a cocinar, pues ya habían pasado las cinco de la tarde. Los hombres buscamos leña por los alrededores, pero esta se había mojado con el aguacero de la tarde. Un guajiro que allí hallamos, que parecía pasar de los 60 años, nos donó carbón y con él comenzamos a cocinar. Pusimos algunos palos a secar con el calor de la candela, pero nos costó trabajo levantar el fuego.

Pretendíamos hacer arroz, pero teníamos mucha pasta mojada (espaguetis y coditos), que no fue bien protegida durante la navegación del día, por lo que decidimos cocinarla también. Con la humedad de la leña, las horas fueron pasando, el hambre creciendo y la noche adentrándose sin que la comida estuviese lista. Con la pasta italiana comenzamos a hacer un raro invento al que nombramos “Torta Mal Nombre”. Pero a las susodichas tortas no había fuego que las ablandara. En nuestra extendida faena, el guajiro nos ayudaba mientras Eggy seguía tirándole “curvas” a la cocina y yo molestándome con él.

Martes 6 de agosto de 1991

A las 12 de la noche fue que estuvo lista la comida. A las tortas les echamos azúcar prieta y les tuvimos que entrar con todo para ablandarlas en nuestras bocas. También hicimos la consabida carne en salsa. Lo repartimos todo, nos matamos el hambre y nos tiramos a dormir con un cansancio notable, pero llenos nuestros estómagos, cuando ya se pasaba de la una de la madrugada.

Mochila River

Después de rebasar la primera secuencia de las encrespadas Cuchillas del Toa, hicimos un alto en una breve playita para reagrupar, cuando ya eran cerca de las cuatro de la tarde. Seguidamente, lanzamos las balsas por el chorrero que termina en la más pequeña de las Cuchillas. Las balsas bajaron bien, excepto la de Bárbara (apodada Whitney), que se quedó trabada en el inicio del chorrero. Otras balsas se quedaron girando al final del rápido, justo en el torbellino que se forma en la Ele.

Pasajes del Toa

Pasaron unos minutos sin que la balsa de Whitney se soltara. Al fijarnos bien, notamos que la soga que unía a la mochila con la balsa estaba prensada debajo de una gran piedra, mientras la balsa por un lado y la mochila por el otro, recibían libremente los desmanes de la corriente. Como no parecía que el problema se solucionara sin que intercediéramos, Barbón decidió cruzar para la orilla izquierda.

Ya del otro lado, estando más cerca del borde del chorrero, saltó hacia la piedra donde estaba prensada la soga. Intentó entonces destrabarla, pero nada logró. Yo también crucé y, ya del otro lado, me alcanzaron un machete y se lo di a Barbón. Pero surgió entonces la preocupación de que, al cortar la soga, la mochila se hundiera. Para evitarlo, mi hermano y el Chocky se treparon en una gran piedra que limitaba el chorrero por la derecha, le lanzaron a Barbón un extremo de una soga larga y el otro extremo lo agarraron los dos sentados sobre la piedra, para afincarse mejor.

Con cada cual en su puesto y los 19 a la expectativa, cortó la soga Barbón, bajó la balsa por el chorrero y bajó la mochila también, sintiendo un gran halón el Chocky y el Oso, debido al peso de la mochila. La soga se tensó, pero, con no poco esfuerzo, lograron izar la mochila hasta la gran piedra donde estaban afincados.

Pero ahí no terminó el rollo. En la esquina de la Ele había varias balsas trabadas, girando y girando sin salir del torbellino. Hacia allá se fue Alexis a destrabarlas, pero al tirarse al río, un tumulto de agua espumosa lo sumergió, pasando varios segundos sin ver la luz solar. Al fin volvió Alexis a la superficie y con gran trabajo fue sacando las balsas del torbellino, y él se enganchó de la última para salir del embrollo.

Así se terminó el complicado cruce de aquel chorrero de agua, que quedó para la historia malnombrista como la operación “Mochila River”, según la denominó el propio Barbón.

¡Qué nochecita junto al Gran Salto!

Llegamos al Gran Salto del Toa a las seis de la tarde. Aunque las dos veces anteriores lo habíamos cruzado en el día, la operación de desinflar las balsas, pasarlas por el monte y volverlas a inflar nos demoraría bastante, y aún teníamos que cocinar. En la orilla izquierda del río, justo antes del salto, vimos una pequeña playita sobre la que se asentaba una maltrecha construcción de finos palos con algunas hojas encima, clara señal de que alguien había acampado recientemente en el lugar. Hacia allí nos fuimos y comenzamos a hacer la acampada.

Casi sin tiempo a que algo se secara, sacamos la ropa, la exprimimos y la tendimos por los alrededores, y de inmediato buscamos leña para cocinar. Pero la leña estaba húmeda y desde el inicio comenzó a darnos trabajo lograr un fuego decoroso. Cayó la noche, las horas siguieron avanzando y el fuego siguió dándonos trabajo. Pasadas las nueve, decidimos comernos el poco arroz cocinado. Para calzar, abrimos unas latas de leche condensada.

Para “aguar más la fiesta”, a las diez de la noche comenzó a lloviznar. A los pocos minutos, la fina lluvia se convirtió en un aguacero. Para aguantar un poco el diluvio, colocamos algunas balsas como techo sobre los palos de la maltrecha construcción que allí hallamos. Al principio aquello surtió algún efecto, pero cuando cierta cantidad de agua se acumuló sobre las balsas, el líquido cayó de golpe sobre nosotros. Otras veces más colocamos las balsas como techo y otras tantas veces nos cayó el agua de golpe al acumularse.

Las severas condiciones en las que estábamos en aquel recóndito lugar, bajo un diluvio inacabable, un hambre no matado y a unos pocos metros del Gran Salto, hizo que naciera del grupo una frase para resumir tal situación: “El Factor Maceo”. Es decir, en aquellas circunstancias, el factor Maceo estaba por el cielo. En guerrillas posteriores, en situaciones difíciles, apelaríamos a la frase como forma de catalogar el momento.

En medio de aquel panorama, a Isora se le salieron unas lágrimas, pero las ocultó de la vista de los demás, pues la moral seguía alta en el grupo y a nadie se le ocurría soltar queja alguna.

Una nueva preocupación afloró en el piquete: la posibilidad de una crecida del Toa. Con tanta lluvia caída, perfectamente podía ocurrir, salvo que el agua no estuviera cayendo con tal intensidad aguas arriba. Para observar el comportamiento del nivel del río, encajé un palo pequeño en la arena, junto a la orilla, y lo estuve observando frecuentemente, sin notar que creciera el nivel.

Miércoles 7 de agosto de 1991

Llegó la madrugada sin que la lluvia cediera. El sueño lo teníamos destrozado, pues si acaso, pescábamos algunos minutos, pero nada más.

Siempre que llueve escampa, pero hacerlo a las cuatro de la madrugada después de seis horas de diluvio, no es ninguna gracia. Para suerte nuestra, el río no creció, evidenciando que no llovió ‒al menos con la misma fuerza‒ en la cabecera. Pudimos entonces dormir algo hasta el amanecer, cuando malamente nos recobramos y preparamos el desayuno a base de leche en polvo fría y galletas.

¿Navegando o durmiendo?

La navegación se inició tranquila, bajo un cielo irónicamente despejado, luego del vendaval nocturno. Yo iba navegando junto con Yudimí, alias “La Nena”, y ella solía agarrarse de mi balsa para que la halara. Como ella iba detrás, yo solía navegar de espaldas, pues así avanzaba más, y entonces ella me iba corrigiendo la dirección. En esa posición, comencé a “pescar” y La Nena se daba cuenta al ver como aflojaban mis brazadas o cuando me iba contra una orilla. Entonces me despertaba y yo corregía “el tiro”. Mi caso no fue el único; más bien se generalizó en la flotilla.

Cómo se tumban cocos

La tarde fue avanzando y pasadas las tres llegamos al cocal junto a la aguada, cerca de arroyo Mal Nombre. Allí hallamos a un guajiro acompañado de su hijo, cargando con unos racimos de plátanos. Eran los primeros seres humanos que veíamos después de nuestra partida de Totenemos. Al parecer por la cara de hambrientos que llevábamos, el hombre se embulló a subirse en las matas de coco para tumbarnos unos cuantos.

Pero lo más impresionante fue la forma en que se trepó en las altas matas del cocal. El guajiro tenía una camisa de caqui; se la quitó, la enroscó un poco para darle mayor fortaleza y, delante de una mata, la pasó por detrás del tronco. Comenzó entonces a subir la camisa, apretándola contra el tronco para crear fricción, mientras él iba caminado descalzo por el tronco de la mata hacia arriba, como si estuviera en su casa. Así llegó en un santiamén a las pencas, sacó un machete que llevaba enfundado y cortó un racimo entero de cocos. Después bajó con gran facilidad, también con ayuda de la camisa. Su hijo, casi con igual destreza, se trepó en otra mata de la misma forma y agrandó nuestra cosecha de cocos.

Le agradecimos a ambos y comenzamos a abrir los frutos. Estos tenían rica agua y duras masas. Al vernos pasar trabajo sacando las masas, el hombre nos mostró una forma eficaz de hacerlo. Cogió un coco abierto y fue introduciendo la ancha punta del machete entre la masa y la cáscara, hasta sacar la masa enterita, sin una sola partidura.

¡Auxilio!

Como Eggy seguía esquivando el trabajo, esa mañana le dije que por tarde le daría arroz para que se lo cocinara, pues no comería de lo que hiciera el grupo. Esa tarde terminamos la navegación, justo en el sitio de las dos acampadas anteriores, ya en pleno Mal Nombre. Pero ya no había rastros de Melquíades. Ni siquiera su vara en tierra quedaba en pie.

Al llegar al lugar, el “explote” era bastante generalizado entre la gente. Marcuchén se tiró sobre unas piedras, que parecía formar parte de ellas. Alexis estaba “liquidado” en extremo y Manolo no quería ni moverse. Después de poner la ropa a secar, los que estábamos algo mejorcitos comenzamos a trabajar en la cocina, cuando ya habían pasado las seis de la tarde. El Chocky, como casi siempre, se destacó en las labores cocineras, tanto por lo que trabajaba como por sus habilidades.

Pero aún faltaba Eggy por llegar. A esa altura de la tarde, ya casi no teníamos dudas de que se había quedado detrás para no tener que cocinar. Pero ya lo más importante no era que cocinara, sino que apareciera. Preocupado por el asunto, salí caminando a buscarlo, río arriba. Doblé par de curvas del río, pero no vi rastro del perdido y regresé al lugar de acampada más inquieto todavía.

Cuando la noche caía, ya con la comida terminada, vimos dos siluetas dibujarse en la semi-oscuridad. Al acercase, reconocimos a Eggy; el otro evidentemente era un guajiro de la zona. Llegaron ambos y nos contaron lo ocurrido.

Según Eggy, al verse solo durante un buen tiempo y obstinado ya de navegar, desinfló la balsa y comenzó a caminar. Halló un trillo y siguió por él, pero este empezó a ascender por una ladera, y Eggy, a preocuparse. Así, estando ya a una buena altura, llegó Eggy al punto del desespero.

La última parte de la historia nos la hizo el guajiro, que se llamaba Eurípides. Da la tremenda causalidad de que el hombre andaba por los alrededores, en una zona donde dar con alguien es una rareza. Escuchó entonces unos gritos de “auxilio” y por ellos se guió para llegar hasta el perdido. Así lo pudo rescatar, llevarlo nuevamente al río y finalmente dar con nosotros. En fin, que quedarse atrás para evitar cocinar, le costó mucho más que si hubiera tenido que hacerse su propio “rancho”.

El desmayo de La Nena

Jueves 8 de agosto de 1991

Tras larga caminata de Mal Nombre hasta Quibiján ‒pasando por la loma de La Patata‒, logramos montarnos en un camión sin barandas para llegar hasta Baracoa. Pero el chofer iba tomando, y de vez en cuando pisaba el acelerador a su gusto, mientras nosotros nos teníamos que agarrar de unos cables que había por el suelo de la cama del camión.

El peligroso viaje concluyó a la entrada de la ciudad primada, frente al barrio del Turey. Luego de un trayecto tan tortuoso, justo en el momento de bajarse del camión, La Nena se desmayó delante de mí. Sin que llegara al piso, la cargué y la llevé hasta una nave techada, que tenía una plataforma para cargar y descargar mercancías. La acosté allí y Bety, la futura doctora, comenzó a atenderla. Pidió Bety una lata de leche condensada, se la abrimos y se la dio a La Nena, quien ya había abierto los ojos. La reacción de la desmayada fue inmediata. En fin, que más que susto, lo que tenía era hambre.

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