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El Pico San Juan (año 2002)

Miguel Alfonso Sandelis
22 agosto 2025 | 0 |

La primera visión que tuvo el grupo del Pico San Juan. Obsérvese el Pico al fondo con el radar en la cima


La primera vez que Mal Nombre subió al Pico San Juan fue en el año 1998 y lo hizo por una carreterita de cinco kilómetros, que parte desde un lugar conocido como “Lagunitas” y llega hasta la propia cima. Ya arriba, junto al radar meteorológico, pude divisar a lo lejos el río Hanabanilla ensanchado, próximo a la desembocadura en la presa homónima. Y entonces me dije: la próxima vez que vengamos, lo haremos por el monte, sin tener en cuenta que el final de ese monte comprende uno de los grupos montañosos más enrevesados que he conocido en Cuba, la Sierra de los Cimarrones, donde conviven apretados una sarta de ariscos mogotes, que hacen muy difícil el avance y la orientación.

Pero hay un lema que se ha entronizado en Mal Nombre y en el Movimiento Cubano de Excursionismo, que reza: “para qué hacer lo fácil, si puedes hacer lo difícil”, y los próximos ascensos al Pico San Juan le harían honor.

El Pico San Juan (también llamado “La Cuca”) constituye la mayor elevación de la provincia Cienfuegos, del grupo montañoso Guhamuaya (más conocido como Escambray) y de la región Central del país, con sus 1140 metros de altura sobre el nivel del mar.

Sobre su cima se halla un radar meteorológico, que se distingue desde cualquier elevación de la zona por su gran esfera blanca. Desde se altura se alcanza una de las vistas más hermosas de la Isla pues, gracias a su ubicación, altura y lo despejada de la cima, se puede observar casi en su totalidad el sistema montañoso Guhamuaya, parte de la costa al sur del Escambray con el mar Caribe de fondo, las ciudades de Cienfuegos, Cumanayagua y Trinidad, la bahía cienfueguera y una amplia franja de la llanura que se extiende hacia su oeste.

El San Juan posee laderas de gran inclinación, que culminan en su cima. Una calle final, de superficie de concreto, llega hasta su cumbre, pero por la considerable inclinación que posee, existe un güinche con cable para alar a los transportes que pretenden ascender por ella, además de una acera con escalones y baranda para los caminantes. A unos 300 metros en descenso por la carretera, se alza una construcción de dos pisos tipo Girón, que fuera una unidad militar y hoy se encuentra abandonada. En la cumbre fue construida una casa para los servicios meteorológicos y sobre ella fue asentada la gran esfera del radar.

En la zona que circunda al Pico existen varias cuevas, la vegetación es elevada salvo en algunos valles entre montañas, y abunda la urticante planta conocida como chichicate, de grandes hojas con protuberancias que, a su contacto, provocan una irritación en la piel por varios minutos, además de dejar ronchas en ella.

La carretera que llega hasta el San Juan posee tramos de concreto y otros con superficie en forma de terraplén. Esta vía nace de la carretera que se extiende entre los poblados de La Sierrita y Cuatro Vientos. Yendo por la Sierrita, se pasa por San Blas y, luego de subir una recia pendiente y avanzar por terreno de menos inclinación, se llega al entronque de Sabanitas. Si el acceso es por Cuatro Vientos, hay que rebasar los poblados de Mayarí y El Sopapo para llegar al entronque mencionado.

Para los excursionistas que preferimos adentrarnos en el monte para conquistar su cima es importante llevar instrumentos de orientación y mapa, pues ubicarse cuando uno se halla en la sierra de Cimarrones es harto difícil, por lo que con frecuencia es preciso subirse a alguna elevación para visualizar la esfera del radar y corregir el rumbo. En caso de tomar la vía del monte, hay una dirección que es por el camino conocido como de “La Cuevita”, que parte desde muy cerca del poblado de Crucecitas.

Otra variante es tomar la carretera que va de Crucecitas al Nicho. A mitad del tramo hay una deflexión de la inclinación, justo donde antes hubo una escuelita. Allí se toma un camino a la derecha, que se adentra en el monte y desciende, para seguir avanzando paralelo al río Hanabanilla. Por esta ruta hay que estar atento a un trillo que, por la derecha, cruza la corriente y asciende hasta la casa de la familia Chávez.

Si se sigue por la carretera de Crucecitas, más adelante hay un lugar conocido como “Las Playas”, donde hay que tomar un camino que baja por la derecha. Este se une con otro que bordea el río Hanabanilla, el cual hay que tomar a la derecha, hasta dar con el trillo que por la izquierda lleva a cruzar el río y subir hasta la casa de los Chávez.

Se rebasa la casa y un arroyo que es el último punto seguro de abastecimiento de agua, y se asciende por un camino empedrado que, luego de un primer acenso, comienza a faldear por la derecha. Poco antes de que este camino gire brusco a la izquierda, se debe subir por un trillo a la derecha, salir a un potrero, tomar el firme de la derecha y comenzar a avanzar, teniendo la visión del radar hacia el sur. De ahí en adelante es preciso tomar sumo cuidado en la orientación. Una característica de la zona es la escasez de agua, por lo que debe llevarse bastante abastecimiento del líquido preciado.

La primera aventura por el monte (año 2002)

Domingo 11 de agosto del 2002

Esa mañana de guerrilla de verano por el Escambray, tempranito, desayunamos leche con gofio en nuestro albergue en la secundaria básica del Nicho. La tostada con guayaba completó la cuota. Rápido se nos sumó Nano, el amigo de Iván que vivía en el poblado. Éramos 34

Fuimos con Nano al consultorio del médico de la familia, para analizar la ruta a seguir en un mapa que allí había. Afuera, en la calle, Nano nos indicaba un pinar a lo lejos en la altura, como punto por el que debíamos pasar.

Partimos por la carretera y, al llegar al cruce del Hanabanilla, doblamos a la izquierda, en dirección al Esparramadero. En la entrada explicamos nuestra intención de subir al San Juan, para que no nos cobraran, pues el camino era el mismo que ascendía paralelo a los saltos. Rebasamos el Esparramadero, el mirador, la entrada a la cueva de donde sale el río y seguimos cuesta arriba. Luego vino una bajada y un entronque. Allí País se desvió por la derecha, pero al verse solo con José Javier, logró reencontrarse con el grupo a gritos.

Seguimos la bajada hasta llegar al valle de Las Playas. Hicimos el cruce de un pequeño río que se adentraba en la montaña. Era el Hanabanilla, que por allí comenzaba a atravesar el macizo, para después asomarse por la conocida cueva. Continuamos el avance y un cruce del río a la derecha y otro a la izquierda nos colocaron frente a una pendiente pronunciada. Con el ascenso, el sudor comenzó a correr. A cierta altura nos topamos con un bohío e hicimos un alto.

Pronto salió el guajiro del lugar. Sarmientos se llamaba el hombre (en años posteriores nos recibió Chávez) y Nano lo saludó cual conocido. Nos tiramos una foto con él. Un tiempo de descanso vino bien y después continuamos loma arriba. El terreno se complicó, pues aparecieron unas lajas de piedra regadas por el camino, mientras un mangal nos daba sombra. Más arriba el camino se convirtió en un lecho de piedras pelonas, hecho por unos gallegos décadas atrás, según nos contó Nano.

Llegamos a otro bohío, donde una joven pareja nos dio la bienvenida. Una niña preciosa, hija de la pareja, se mostró con todo el encanto de sus cuatro añitos. Luisito y ella, de la misma edad, lucían una linda pareja de pequeñines. Varios puerquitos, con algunas semanas de nacidos, andaban husmeándolo todo y Luisi no paró hasta que le dieron uno a cargar. El animalito no paró de chillar mientras estaba en sus manos. Nos preocupó la escuela para la niña, pero los padres nos dijeron que dejarían la montaña cuando ella debiera comenzar en un aula. Nos brindaron agua fresca y cogimos unos grandes mangos de una mata del lugar.

Hasta allí Nano había servido de guía, pero el guajiro se prestó para adelantarnos, enseñándonos el camino. Avanzamos, pasando por debajo del pinar que se veía desde el Nicho. Caminamos un potrero inclinado y pudimos ver a lo lejos, por primera vez, el pico San Juan con la gran esfera blanca del radar.

Descendimos el potrero y comenzamos a ascender nuevamente por una cañada, sobre un suelo de piedras. Otro descenso nos llevó hasta una aguada, con un pozo profundo y una gran piedra al lado. Allí los disparates se exacerbaron. “Me hondo en lo hundo”, dijo Joel. “Mantanial”, soltó Ulises. Con la ventaja de tener agua, repartí unas galletas de sal, porque si no, quién se tragaba aquella torta de harina seca con la sed mandando.

Luego del descanso con la meriendilla, comenzamos a subir una buena pendiente y el agua tomada pronto se esfumó. El guajiro que nos guiaba, nos enseñó a tomar agua de unos bejucos. Con un machete, le hacía dos cortes al bejuco y el tronco que lograba, lo levantaba para recibir el agua a gotas, que chorreaba del extremo inferior.

Salimos de andar bajo la vegetación para llegar a una ladera cubierta de helechos, cuando el mediodía ya había pasado. Al ensancharse el paisaje, el aire fresco nos invadió y el San Juan volvió a verse. Avanzamos un tramo faldeando y luego descendimos a un vallecito estrecho, rodeado de pendientes. Hicimos allí un alto, pues el grupo se había estirado.

Caminando por la ladera cubierta de helechos

Ya reunidos, caminamos entre unos farallones sobre un terreno fangoso. El fango terminó y llegamos a un entronque, y con él surgió la consiguiente duda: “¿por dónde coger?” La gente esperó sentada mientras Nano y yo analizábamos qué ruta seguir. La izquierda nos pareció que nos alejaba del San Juan.

Arrancamos por la derecha, pero pronto una cañada en subida nos complicó el paso. Nano cogió la delantera, machete en mano. El Puro, detrás de él, iba agrandando el camino. Otros hombres les siguieron ampliando la senda. Pero aquello implicaba un mayor esfuerzo para los primeros, por lo que organicé la rotación de la chapea en la delantera cada cinco minutos.

Un problema surgió entonces: como la maleza estaba tan complicada y la cañada era estrecha, le costaba trabajo a los de atrás avanzar para hacer el relevo. Esto se hizo más complejo porque un gran tronco extendido a lo largo de la cañada hacía del avance una labor de equilibristas. A todo eso se le sumaba el acoso del chichicate, la zarza, la uña de gato y de cuanta mata de espina a la que se le ocurrió crecer allí.

Ante tanto rollo, Nano dejó la cañada y comenzó a abrir monte por la derecha. Poco a poco fue ascendiendo entre matorrales llenos de espinas y pisando sobre un terreno plagado de piedras sueltas. El resto le seguimos detrás. Llegando a la cima de una cumbre pedregosa, a Joel, de un machetazo mal dado, se le rajó el machete. Era el machete de Javier, y cuando este se enteró, montó en una cólera infantil, que nada tenía que ver con las circunstancias en las que estábamos. Pero esas son cosas del alma humana y pronto se le pasó el “berro”; además, qué remedio tenía.

Nano llegó a la pedregosa y enmarañada cima de la lomita, y detrás yo. Vimos desde allí una antena que hay en la cima del San Juan. Notamos que, al dejar la cañada por la derecha, nos desviamos del rumbo, por lo que debíamos bajar para pegarnos a la ladera del pico buscado.

Comenzamos la bajada por otro lado. Había un tramo casi sin agarre y con gran pendiente, lo que obligaba casi a deslizarse. Kárel, al descender, esperó la llegada de las mujeres y fue ayudando a cada una. Luego giramos a la derecha y avanzamos por otro vallecito interior, entre dos grandes laderas.

Realmente, habernos desviado de la cañada fue una pérdida de tiempo. El tramo que seguía no era difícil de caminar, aunque desde que dejamos la cañada los caminos se habían esfumado. La ladera de la izquierda era la del San Juan y nos decidimos finalmente a trepar por ella. Nano, Alfredo, Adrián y yo íbamos a la delantera, abriendo una trocha a machete limpio. Luego el Tin se nos unió, y detrás, el resto de la tropa.

La falda era bastante inclinada, con poco agarre para los pies. La hierba, el bejuco, el helecho y la espina daban al cuello. Los mazos de hojas secas de unas matas de plátanos se nos enredaban en los pies. Nano seguía faldeando poco a poco para evitar subir bruscamente, pero le insistí en partirle directo al firme, porque la tarde avanzaba y una noche en aquel lugar era mejor ni imaginársela.

Por fin llegamos al firme, pero nos habíamos pasado. Ahora el San Juan nos quedaba más bien hacia atrás, según nos indicaba su antena. Parecía que el dichoso pico se había embullado a jugar a las escondidas con nosotros.

Fue entonces cuando en aquel lugar de los mil demonios hallamos algo inconcebible: una cerca de alambre de púas. ¿A quién se le ocurriría poner una cerca allá arriba? ¿Qué rayos había que delimitar en ese lugar? Ya nos imaginábamos a alguien diciendo: “Esto, a partir de aquí, es mío.” ¡Que se lo coja completo! Pero como hay cosas que no tienen explicación, seguimos en lo nuestro: acabar de llegar a la cima del condenado pico.

La distancia hasta la antena era poca, pero la pendiente, exagerada, y el terreno estaba cubierto de hierba, es decir, sin troncos para agarrarse. Como en el 98 habíamos subido al Pico por la carretera, yo tenía una idea de la dirección de la vía y sabía que faldeando por la derecha llegaríamos en algún momento a ella. Faldear era lo menos arriesgado; esa era la idea de Nano. Pero yo no me conformaba con ver la antena ahí mismo. Ya habían pasado las seis de la tarde y por lo menos quería hacer el intento. Tras insistirle a la gente, me lancé loma arriba por la hierba.

Empecé a ganar metros, pero mientras más avanzaba, la pendiente se inclinaba más. Subía agarrándome de la hierba y quedándome con algunos mazos en la mano, por supuesto, cargando la mochila en la espalda. Tenía a algunos del grupo detrás y otros esperando su turno, cuando País empezó a hablarme, intentando que desistiera. Logró finalmente su propósito cuando me dijo: “San, esto es una locura y aquí vienen niños y mujeres.”

Entonces me viré para la gente y les dije que los que aún no habían empezado a subir, que comenzaran a faldear por la derecha. Los demás empezaríamos a bajar, pero yendo también hacia la derecha, para reencontrarnos más adelante. De este modo formaríamos una especie de triángulo.

“Éramos muchos y parió Catana”, por supuesto que no es una frase del grupo, pero “Siempre puede ser peor”, sí lo es. Esa la acuñó el Chocky, y aunque el flaco no había ido a la excursión, ya me lo imaginaba poniéndole su final: “Pudiera estar lloviendo.” Y comenzó a llover, para “ponerle la tapa al pomo.”

Los que íbamos por la hierba, comenzamos a resbalar. Los del faldeo temían también un desliz que los llevara loma abajo. Pero no se podía perder tiempo, porque la noche andaba cerca. Nano, el Tin, Javier y Ariel se apuraron con el machete en la vanguardia. Alfredo y Joel se les unieron. Aquello era una competencia a ver quién llegaba primero al San Juan, si la noche o nosotros; la lluvia, evidentemente, era cómplice de la noche.

Aunque la lluvia no era fuerte, la humedad en el ambiente estaba exacerbada y nuestras ropas se iban empapando poco a poco. Preocupado por una dispersión de la tropa con la cercanía de la noche, se me ocurrió intentar agruparla. Le grité a Adrián, que venía detrás, para que supiera la dirección que llevábamos. Entonces me quedé con País en el punto de encuentro de las dos sendas abiertas y Frank regresó a buscar a los últimos, entre los que venían los cuatro niños y las ocho mujeres que se incluían en la tropa.

En lo que esto ocurría y mientras las penumbras comenzaban a aparecer, los primeros se encontraron con una tubería, que subía por una senda abierta entre la maleza. Sus gritos nos llegaron para darnos una luz, o mejor aún, un camino que nos subiría hasta el San Juan. Ascendieron por la senda, dieron con una nave sin techo y finalmente tropezaron con la carretera, muy cerca de donde estaba el edificio abandonado de lo que antes fuera una unidad militar. De ahí a la cima faltaban solo unos 300 metros.

Cualquiera puede imaginarse la algarabía de la tropa. De vernos acampando hambrientos en la falda de un monte mojado, a dormir secos bajo techo y después de un buen tiroteo, hay una enorme diferencia.

Fuimos juntándonos en la carretera y, con la noche encima, partimos loma arriba. La gente quería plantar ya en el edificio, pero insistí en llegar hasta el radar. La carretera nos llevó a dar un giro en ascenso, pasando por el frente de una lomita pedregosa. Luego vino un tramo de carretera de concreto de unos cien metros, con una pendiente enorme, por lo que arriba estaba el güinche para halar a los transportes que debían llegar al radar. La escalera, también de concreto, al borde derecho de la subida, facilitaba el ascenso a pie, y por ella subimos.

La edificación de la estación meteorológica tiene dos pisos. En el techo del piso superior se encuentra el radar, cubierto completamente por la gran esfera blanca.

El recibimiento nos lo dio un perrito, que ladraba con mucha más bulla que tamaño. Luego aparecieron dos meteorólogos, que nos regalaron su hospitalidad, asombrados por aquella inaudita aparición, y más, por el estalaje que traíamos. No era difícil entender su asombro.

Pero esa noche no podríamos subir al radar porque se encontraba funcionando en esos momentos; ¿y esperar?, ¡ni locos! El frío pelaba en contubernio con una perenne ventolera a aquella altura de 1140 metros sobre el nivel del mar. No obstante, era bello lo que captaba la mirada. Las oscuras siluetas de las lomas más cercanas y las luces diseminadas por todos los ángulos eran una incitación para subir en la mañana siguiente, justo cuando el sol alumbrara todos los confines del Escambray, y más allá.

Bajamos casi temblando del frío y entramos en el abandonado edificio de dos pisos. En cada nivel había un salón y varios cuartos. La caca de chivo pululaba por el suelo. En la planta baja había una cisterna con agua presta para ser tomada. Fuimos directo hasta la planta alta, pero luego bajamos para hacer la campada y cocinar, quedándose arriba Anna y Adrián con su gran tienda de campaña azul, y Hery, Idalmis y Luisito. También quedó en el piso toda la comida, a la espera de la redistribución de los módulos.

Rápidamente fueron armadas unas tendederas para poner a secar la ropa empapada por la lluvia de la tarde. Algunos guapos se bañaron con el agua de la cisterna. Cocinó el grupo Tres, comandado por Ichi. Varias tablas halladas por el suelo sirvieron de leña. Un tubo de luz fría, traído por el jefe del radar, alumbró la operación. Una gran y merecida cantidad de espaguetis resultó de la cocina, ¡y para qué hablar del hambre al momento del tiroteo!

Como resultante, nos logramos llenar y caímos sobre el suelo, tapados con cuanto tuvimos a mano y con el mazazo dado por el cansancio de un día desgastante.

Lunes 12 de agosto del 2002

Dejamos correr el frío amanecer para despertarnos cuando los incipientes rayos del sol comenzaban a calentar el día. El grupo Uno dirigido por Adrián, logró un desayuno con leche, más tostada con dulce de guayaba. Dejamos las mochilas en el edificio, con la seguridad absoluta de que no habría loco que subiera allí para hacer algún saqueo.

Vencimos la subida hasta el edificio del radar, nos dejaron asomarnos al interior de la esfera y luego nos paramos en el balcón que rodea al radar, para disfrutar de la vista más bella que Cuba nos había regalado en nuestros años de excursiones. Era como estar parados sobre un gigantesco mapa a relieve. El Escambray, a nuestros pies, era un verde semillero de montañas. La presa Hanabanilla nos regalaba la esquina de su encuentro con el río del mismo nombre, desde donde habíamos partido el día anterior. Hacia el este, el enorme Sanatorio de Topes de Collantes lucía anacrónico en aquella gran extensión natural; la antena posaba a su lado. Tras el vacío causado por la cuenca del río Agamaba, se levantaban las alturas de Sancti Spíritus, en las que Caballete de Casas tenía su lugar.

Fuera de los límites del Escambray, los llanos se enseñoreaban de vastas extensiones de tierra hacia el oeste y el norte. Por el sur, el mar Caribe teñía de azul la mirada, desde los contornos del Escambray hasta el horizonte. La extensión de la costa hacia el oeste tropezaba con la bahía de Cienfuegos, con una perla en su fondo en forma de ciudad. Mucho más allá, siguiendo la costa, la Ciénaga de Zapata ponía fin a la mirada. Hacia el este, junto a la costa, el colonial tejado de Trinidad manchaba de rojizo el supuesto mapa que yacía a nuestros pies. El aire que se respiraba desde nuestra altura era un baño de salud.

En la cima del San Juan junto al radar

Nos juntamos para guardar en fotos nuestra presencia allí. Sacamos la bandera de Mal Nombre y la extendimos. Los clics se sucedieron. El Pico San Juan era nuestro por segunda vez. Ya habíamos hecho “lo difícil”, solo quedaba “hacer lo fácil”: descender por la carretera, cuando el mediodía corría apresurado.

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