Cinco años pasaron para que el grupo volviera a proponerse un descenso en balsas por el río Toa. Pero precisamente las balsas eran entonces el mayor dilema. Se había derrumbado el Campo Socialista y ya no se vendían en Cuba las resistentes balsas playeras que llegaban desde los antiguos países socialistas de Europa del Este.
La Dirección Provincial de los Pioneros en Ciudad de La Habana dio la solución. En el Palacio Provincial de Pioneros ubicado en la Finca de los Monos había un almacén con un montón de aquellas balsas, que en algún tiempo fueron usadas para las acampadas pioneriles.
Hacia la Finca de los Monos fuimos algunos malnombristas en bicicletas, a buscar las que nos sirvieran. Pero el tiempo, el implacable, las había deteriorado bastante, y trabajo nos costó encontrar algunas en un aceptable estado. Cargamos una buena cantidad, para tener de repuesto. El plan era navegar desde Bernardo de Yateras hasta Mal Nombre, como lo hicimos en 1991.
Nuevamente en Bernardo de Yateras
Viernes 9 de agosto de 1996
La madrugada nos vio entrar en el Oriente de la Isla, hasta llegar a media mañana a la terminal de ferrocarriles de la ciudad de Guantánamo. Casi de inmediato, nos montamos en un camión particular, poniendo rumbo a Bernardo de Yateras. El largo viaje hasta Bernardo, primero por la llanura guantanamera, luego ascendiendo el macizo montañoso y más tarde entre subidas y bajadas por el lomerío, tuvo como agravantes la intoxicación del interior de la techada cama del camión, tanto por el polvo de la carretera como por los gases de la combustión.
Tras respirar un buen tiempo aquella contaminación, llegamos al “Macondo” de los malnombristas. Al bajarnos, partimos caminando por la Vía Mulata y nos adentramos bajo una alta vegetación por un trillo ya conocido, hasta llegar a la orilla del Toa. A diferencia del 91, atravesamos el río por zona baja y comenzamos a armar la acampada en una pedregosa playa del río ubicada en la orilla derecha, yendo en la dirección del descenso de las aguas.
En plena acción cocinera, llegó Eduardo, quien venía procedente de la Sierra Maestra, tras ascender el Pico Turquino. Con él sumábamos finalmente 30 malnombristas, 21 de ellos hombres y nueve mujeres.
Un buen susto con público expectante
Sábado 10 de agosto de 1996
Navegaba a la expectativa dado el rugido de un chorro en la delantera, mientras detrás me seguía bien de cerca Kenya, una jovencita que estaba bastante flaca y llevaba una mochila bien ligera. Yo la mantenía a la vista, pues Kenya no sabía nadar muy bien. El salto y toda la poceta que teníamos delante estaban rodeados por unos impresionantes y grises farallones. Parapetados sobre ellos y bañándose en la poceta estaban unos estudiantes de la Universidad Central de Las Villas y algunos muchachos que vivían por los alrededores. Al ver la sui generis flotilla que se acercaba, prestaron especial atención.
Acercándome al salto, aflojé un poco la velocidad para evaluar el panorama que tenía delante. Pero Kenya no se detuvo y se me adelantó. Al verla, le grité para que se detuviera, pero ya era tarde. A los pocos segundos Kenya bajaba el salto y penetraba en la poceta que le continuaba, sin ninguna dificultad, ayudada por el poco peso que tenían ella y su mochila.
Yo le seguí detrás, pero con menor suerte, pues el peso de mi mochila y mi propio peso corporal me daban una menor flotabilidad. El salto, al tener bastante inclinación, formaba un remolino en su caída. Al llegar al lugar, la cabecera de la balsa se me dobló y me fui de bruces junto con la balsa. Al caer, el remolino dio cuenta de mí, hundiéndome en el chorrero. La presión del agua sobre mi cara me hizo tragar agua, tanto por la boca como por la nariz. Pataleé y pataleé, hasta que logré salir, respirando de inmediato unas grandes y oportunas bocanadas de aire.
Pero si mi suerte no fue buena, la de Abelito, alias “El Picúa”, fue peor. Él venía detrás de mí, muy cerca. Al caer, el chorro lo sumergió casi hasta el fondo y tragó un buen buche de agua en el trance. Su tiempo sumergido fue mayor que el mío y, al salir a la superficie, tenía los ojos que se le botaban de sus órbitas. Después de Abelito, más nadie se tiró por el salto.
Con gran asombro, los espectadores presenciaron las acciones. Cuando nos agrupamos en una entrada que tiene la poceta por la izquierda, los estudiantes villaclareños nos contaron la gran impresión que les causó la tirada Kenya. Pero ella no era conciente de la osadía de su acto. Abelito, por su parte, contó que ese había sido uno de los mayores sustos de su vida, y remató diciendo que por poco no vez más la luz solar.
La crema de Mal Nombre
En el grupo Dos de cocina había tres mulatas trabajadoras de la Ciencia: Deisy, Vivan y Arlene, que al andar juntas y hacerse sentir bastante, las apodamos “Las Mulatas del Caribe”. De ellas partió la idea de hacer “La Crema de Mal Nombre”, un invento de salsa de tomate con algunos espaguetis que se habían mojado en la navegación. Realmente, la crema tuvo una gran acogida en el grupo, a lo cual contribuyó el hambre agigantada que teníamos cuando se formó el tiroteo.

El Salto del Jíbaro
Domingo 11 de agosto de 1996
Amanecimos en el Toa con expectativas por el nuevo día de navegación. El grupo Tres preparó el desayuno y sobre las nueve de la mañana partimos a navegar.
Tras una curva a la derecha, un rápido inquieto nos puso a prueba. Seguimos por una recta con algunos rápidos ligeros y sobrevino una larga curva. Al final de ésta nos esperaba el Salto del Jíbaro. Me detuve a la delantera, analizando el reguero de chorros que descendían con furia. Solo en el 91 me había tirado por el Jibaro, y fue por la izquierda, donde corre menos agua y la balsa se traba. Pero en la nueva ocasión vez tenía el arresto encima. La gente se fue acercando al borde del salto, avanzando entre piedras y salticos, y arrastrando las balsas.


Decidido, me solté al borde del chorro. Un bajón de súbito me proyectó contra una gran piedra contra la que se estrellaba el chorro. Aún no tengo claro cómo fue, pero sentí un golpe fuerte en la espalda, casi al nivel de la cintura, que me dejó un pelado como huella. Seguí el descenso agarrándome de la balsa como pude, hasta llegar a la poceta que culmina el salto con un buen dolor en la espalda, pero por suerte, nada más.
Hery se lanzó detrás de mí y, al descender bruscamente, escuchamos una explosión en el ambiente. Era su balsa, que se había reventado justo en el lugar del impacto. Terminó Hery de bajar agarrado a una lona, más que a una balsa.
Mediando muy poco tiempo, Eduardo bajó tras Hery, y no sé cómo rallos pudo salir más o menos airoso de aquella barahúnda de chorros de agua.
Después de estos desenlaces, más nadie se atrevió a seguirnos la rima por el descenso de la derecha. Algunos descendieron por la izquierda y otros lanzaron sus balsas y se fueron caminando por las afarallonadas riberas. Puestos y convidados. Esa sería la última vez que algún malnombrista se lanzaba por el Salto del Jíbaro.
Una de mis siete vidas perdida en el Salto de Hatuey
Después de un tramo bastante tranquilo, en el que me fui alejando solo en la delantera, llegué a un salto y me lancé por él, saliendo airoso del trance. Seguí unos metros custodiado de farallones, hasta que me vi abocado al Salto de Hatuey. En el lugar, el agua desciende impetuosa, con buena inclinación, provocándose un remolino al final. Tras la caída, continúa la corriente avanzando entre farallones. Aunque encima de la faralla de la derecha hay un tramo ancho y pedregoso, sobre el que se puede avanzar obviando el Salto de Hatuey, al igual que en el Jíbaro, mi suerte estaba echada.
Me lancé por el torrente y de inmediato la balsa se me desbocó como en el Salto de Kenya. Pero en la ocasión, el fuerte remolino me empujó con mayor furia hacia el fondo del río, tragando un buen chorro de agua en el trance. Dando giros mi cuerpo en el fondo del remolino, di una fuerte brazada con ambas extremidades para salir a flote. Pero no llegué a la superficie. Comprendí entonces que se me acababa el tiempo. Quedaba apenas oxígeno en mi interior para un nuevo intento, pero no más.
La escena de llegar, bajar el salto y hundirme sin salir a flote, tuvo varios espectadores. Seis estudiantes de la CUJAE, a los cuales no conocíamos, andaban recorriendo el Toa con un invento de embarcación hecho con dos cámaras de camión y unas cañas bravas atadas sobre ellas. Justo al acercarme al Hatuey, ellos estaban haciendo un alto sobre los farallones. Además de ellos, un muchacho de unos 13 o 14 años, que vivía por las cercanías, también presenció el “show”.
La segunda brazada que di para salir a la superficie ha sido la mayor de mi vida. Con ella logré apenas sacar la cabeza del agua y respirar como pude. Pero el remolino hacía de mí lo que le daba la gana. Girando en torbellino, logré alcanzar con una mano un saliente del farallón de la derecha. Poco a poco me fui acercando a esa ribera. El muchacho se me acercó desde el farallón y me estiró su mano, pero ya yo tenía algún sostén con las mías. Con no poco trabajo, pude subir por la roca y librar del peligro.
Ya arriba, le di las gracias al muchacho por su intención y conversé un rato con los de la CUJAE. Ellos estaban sorprendidos, pues además de verme pasar por aquel trance, no imaginaban que se pudiera navegar como nosotros lo hacíamos. Ellos, con su embarcación, avanzaban bastante lento y obviaban muchos rápidos y saltos.
Un tubito plástico, dentro del cual yo llevaba un mapa del Toa, cayó en el remolino, girando una y otra vez en una esquina. Traté de sacarlo, pero mis brazos no llegaban hasta él. Cuando el tubito daba una vuelta y parecía que iba a salir del meollo, volvía otra vez a la posición anterior. Lo dejé por “incorregible”, además, de que ya el Toa me lo conocía bastante como para que se me hiciera imprescindible aquel caprichoso tubito.
Esperé en el lugar por los malnombristas. El primero que llegó fue Giovanni y lo dejé allí de guardia para evitar que nadie más se tirara por el Salto de Hatuey. Mientras, yo continué la navegación, luego de haber pasado uno de los mayores sustos de mi vida.
El Salto de Barbón
Saliendo del Hatuey, dejé por la izquierda el Cocotal de los Wilson. La meta del día era Totenemos y ya avanzaba la tarde. Más adelante sobrevino otro salto respetable. En el lugar, una gran piedra dividía la corriente en dos. Por la derecha el chorro era pobre y tenía un buen descenso, por lo que era casi impracticable esa vía. Por la izquierda el chorro era potente y había dos imponderables: un saliente de un farallón por la derecha, y una piedra esperando a quien descendiera por el chorro.
Algunos nos tiramos por allí, incluyendo a Barbón, a quien no le fue nada bien. Hacía un tiempo él había sufrido un accidente que le dañó severamente el maxilar inferior, por lo que hubo que operarlo. Pues resulta que la maldita roca que sobresalía lo golpeó justo en la quijada y lo dejó adolorido durante un buen rato.

Del percance salio Barbón con muy pocas ganas de seguir navegando. Eso tiene el Toa. Cuando la gente pasa por una mala experiencia, se les suele quitar las ganas de seguir por la corriente. Es como si el trastazo le golpeara la psiquis, cohibiéndolo de ahí en adelante. Varios son los ejemplos de ese tipo en la historia de las navegaciones del grupo por el río más caudaloso de Cuba.
Yo tampoco me comporto igual el primer día que cuando ya llevo tres o cuatro días recibiendo trastazos por los rápidos y saltos. Es como si el arresto le fuera a uno disminuyendo.
Zeila emula con Barbón
Casi llegando a Totenemos, un rápido se quiso “lucir”. Nuevamente fue una roca sobresaliente la que logró “hacer de las suyas”. Esa vez fue Zeila la afectada, quien, al bajar por la corriente, recibió el fuerte impacto de la roca en pleno rostro, que la dejó aturdida durante un rato. Cuando Kenya bajó el rápido, la roca le rozó la cara, pero sin mayores consecuencias.
Chocando con la misma “piedra” en Totenemos
Poco a poco la tropa fue subiendo hasta el lugar de acampada. Ya arriba, la “bomba atómica” (así le decimos al reguero que formamos después de un día de navegación) explotó sobre los secaderos, aunque por la hora tardía era difícil que alguna ropa se secara.
Con la ayuda de un guajiro conocido de otras visitas a Totenemos, al que, según él, le decían “El Salvadoreño”, los del grupo Tres lograron hacer la comida en tiempo récord para la guerrilla. Después hubo que aguantarlos, alardeando sobre la velocidad a la que cocinaron el arroz. Pero todo no fue feliz, pues la cantidad cocinada no alcanzaba para llenarnos.
Cayó la noche sobre Totenemos y nos dispusimos a buscar el lugar para dormir. La mayoría preferimos hacerlo adentro de una gran nave techada que allí había. Dos razones nos motivaban a acampar a resguardo. Una era la protección de un aguacero nocturno, y la otra, evitar un robo, como el que sufrimos allí mismo en el 89. No obstante, algunos optaron por quedarse a la intemperie.
Deisy, Kenya y yo, acampados adentro, entonamos unas cuantas canciones. En medio del concierto –o tal vez por su causa- se desató un fuerte aguacero que hizo meterse bajo techo a los que afuera quedaban.
Lunes 12 de agosto de 1996
Pasó la noche aparentemente tranquila, pero al amanecer, los que habían entrado corriendo por el aguacero, notaron que les faltaban algunas pertenencias que habían dejado afuera después del corre-corre. En el bohío del frente ya no había nadie y le partimos para arriba al “Salvadoreño”. El hombre se defendió diciendo que él era incapaz de hacer aquello, y que los del frente no eran gente buena.
A los que intentaron pasar la noche afuera no les bastó que los alertáramos. Era la segunda ocasión en que nos robaban en Totenemos, pero el hombre es el único animal que choca dos veces con la misma piedra.
Detalles de los navegantes
Pronto el río nos puso unos cuantos traspiés. Verdaderos shows eran Manolo y País al navegar. Navegaba cerca uno del otro y se revolcaban ambos con una gran frecuencia en los rápidos y saltos. Manolo resaltaba por su rudeza al manipular la balsa. A País, el sobrepeso corporal le hacía navegar con la línea de flotación más baja que en las demás balsas.
Otro dúo llamativo era el del Gaby y Lorenzo. Ambos eran amigos desde el pre y entraron juntos a Mal Nombre tres años atrás. El Gaby era el típico jodedor, mientras Lorenzo, de nadar sabía muy poco –apenas mantenerse en el agua-, por lo que para él la balsa era la vida y no la soltaba por nada del mundo.
Abelito descubre un nuevo verbo
Martes 13 de agosto de 1996
Seguimos navegando y llegamos a un rápido atractivo, en un lugar donde el torrente se arrimaba a la ladera derecha. Un tronco atravesado sobre la corriente hacía más interesante el rápido. Me lancé de primero, y al ver el tronco, me agaché de inmediato y le avisé a mi hermano, quien me seguía de cerca.
Mi hermano también esquivó el tronco, acostándose sobre la balsa. Pero Abelito, detrás de él, no corrió nuestra suerte. “El Picúa” vio el tronco al tenerlo encima, por lo que no tuvo tiempo de esquivarlo. De ese modo, se proyectó contra el tronco, quedando por encima del travesaño sus brazos y por debajo sus piernas, mientras la balsa se deslizaba por debajo y seguía descendiendo el rápido.
De aquel trance, Abelito inventó un nuevo verbo: “atronquizar”. Aunque el invento del verbo era suyo, el primer malnombrista que “atronquizó” fue el Chardo en el Toa del 89.
“Me fui del aire”
Cayó la última noche del Toa en Mal Nombre ‒el lugar‒ y la comida aún no estaba lista, pues los del Dos no lograban que la candela cogiera fuerza. Con el paso del tiempo, el hambre fue adquiriendo dimensiones respetables. A la espera de la comida estaba el Oso conversando con el Gaby, cuando este último se desmayó sin previo aviso. De inmediato se armó el ajetreo para que se recuperara. Solo unos segundos estuvo el Gaby en otro mundo y, al despertarse, dijo una frase que quedó para la posteridad: “Me fui del aire”.
Esa noche la lluvia se volvió un tormento, que tratamos de paliar tirándonos las balsas por encima. En esa época no teníamos tiendas de campaña.
Cambio generacional
Domingo 18 de agosto de 1996
Temprano en la mañana entramos en la ciudad de La Habana, concluyendo el viaje en la Estación Central de Ferrocarriles. Terminaba así la octava guerrilla de verano de Mal Nombre. Con el Toa del 96, una generación de veteranos malnombristas ponía fin a su participación en guerrillas de verano, pero una nueva hornada de guerrilleros ‒teniendo al Polo Científico como principal fuente‒ se iniciaba en los caminos de Mal Nombre. En el Toa, los nuevos aprendieron de los veteranos, para seguir trasmitiendo y enriqueciendo la experiencia de Mal Nombre en su andar por el bello archipiélago cubano.