De Cabo Corrientes a María La Gorda a nado
Miércoles, 8 de agosto del 2001
Comenzamos a recorrer la playa, acercándonos cada vez más al Cabo y teniendo ya la visión del faro metálico. Cuando estuvimos paralelos al faro, dejamos la arena y entramos por un trillo hasta su base. Tras pasarle por el lado a la elevada estructura metálica, nos llegamos hasta la boca conformada por bloques del pozo que ya yo conocía. Allí matamos la sed para luego seguir por un camino que, unos cientos de metros después, nos llevó hasta el mismísimo Cabo Corrientes.
En el airado lugar dobla la costa. A la izquierda, mar movido; a la derecha, aguas tranquilas. Nos sentamos sobre las piedras de una costa baja, frente al mar inquieto. Así estuvimos un rato bajo el sol, hasta que decidimos regresar. Volvimos hasta la base del faro y allí el grupo se dividió. Adrián, Anna, Joel y Alejandro cargaban con patas de rana, caretas y esnórquel y habían decidido regresar por el mar. El resto tomaría el camino del monte. Yo no llevaba nada para nadar, pero no me iba a perder la oportunidad única de bordear a nado la costa hasta María la Gorda.

Junto al faro de Cabo Corrientes, los nueve del monte partieron a caminar 11 kilómetros, no sin antes haberles alertado de que tomaran a la izquierda en el entronque donde aparecería la tubería. Los cinco nadadores nos fuimos para la costa a nadar más de seis kilómetros. Mientras los otros cuatro se metían en el agua, yo seguí caminando por la arena hasta el término del farallón. Allí “aligeré” mi cuerpo y, tras haberme ahorrado alrededor de medio kilómetro de nado, me tiré al agua.
Los del camino del monte, más allá de un poco de sed y algo de cansancio, avanzaban sin tropiezos en su caminata. Los cuatro del mar que iban equipados, disfrutaban de los hermosísimos fondos marinos de la Bahía de Corrientes. La transparencia del agua les facilitaba el disfrute. Lo mío era nadar, nadar y nadar, pero con mi inagotable pasión por el ejercicio físico, lo iba disfrutando bastante. Sin patas de ranas y sacando la cabeza para respirar, por supuesto que iba de último. Lo que hacía era nadar un montón de brazadas, coger un diez, otro montón de brazadas, otro diez, y así avanzaba en aquella interminable secuencia.
Pasamos el primer tramo de farallón, la playa siguiente, el segundo tramo de farallón y llegamos a playa Las Canas, donde vimos desde el agua que los biólogos nos hacían señales para que saliéramos, mostrándonos uno de ellos en una mano, un pomo de un líquido color rojo. A mí me costó algo de trabajo salir, pues el tramo final para llegar a la orilla era muy bajo y rocoso. El pomo contenía refresco de fresa, lo cual constituyó un energético oportunísimo para seguir la tirada, porque el hambre nos tenía estragados. Ante el ofrecimiento de donarles petróleo para protegerse de la plaga, uno de los biólogos partió por la orilla a buscarlo a nuestro campamento en María la Gorda, mientras los cinco nadadores volvíamos al agua.
Después de rebasar playa Las Canas, bordeamos el último tramo de farallón. Al dejar atrás la costa rocosa y comenzar a nadar paralelos a la playa, empezaron a aparecer en el fondo corales orejones en una baja profundidad. A esa altura de la extensa tirada, los ojos me ardían bastante de tanta agua salada que los había bañado. En aquella situación y yendo de último, corría el peligro de herirme con alguno de aquellos corales, por lo que Adrián comenzó a acompañarme, guiándome por donde debía coger para evitarlos. Anna iba a su lado. Después de más de tres horas de nado, yo cargaba encima una de las mayores hambres que había sentido en toda mi vida. Poco a poco, la costa se me fue acercando, hasta que llegué finalmente a la orilla, al pie del campamento malnombrista, tras haber realizado un notable esfuerzo.
Playa Antonio
Miércoles, 15 de agosto del 2012


Kilómetro diecinueve
y medio, hay un tanque de agua;
la tomadera se fragua,
puesto que la sed conmueve.
hay un dúo que se mueve
por un trillo en el lugar.
Yaser y el San van a andar,
diente de perro es aquello,
entre arbustos, pero es bello
el sitio al que van a dar.
Encima del farallón
encuentran una escalera,
pintoresca, de madera,
y bajan con precaución.
Entre más de un paredón
avanzan, pisando arena.
Una cabaña les llena
la vista, y detrás de ella,
una playita bien bella
redondea la faena.
Justo en Playa Antonio están,
muy buena para acampar,
pero el acceso al lugar
es el rollo y lo sabrán,
porque ¿cómo cargarán
las bicicletas?; ¡qué lío!
Vuelve el dúo bajo el brío
del sol, que no tiene freno.
Sigue el pedaleo bueno,
yendo recto, sin desvío.
Poza Azul
Domingo, 19 de agosto del 2012

Al llegar a La Bajada, supimos que un kilómetro de allí, yendo en dirección al Cabo de San Antonio, había una bella poza de agua a la que llamaban “Poza Azul”. Hablamos con los custodios de la barrera, y como ya nos conocían de nuestro periplo por la zona del Cabo, nos dejaron pasar.
Al llegar a las cercanías del lugar indicado, dejamos las bicicletas junto a la matas de uvas caletas, caminamos un tramo sobre diente de perro y llegamos a la mentada poza.
Lo primero que notamos fue la justeza del nombre, pues la poza tiene un color azul intenso. Su ancho es de unos siete u ocho metros y está ubicada a unos tres metros de la costa, teniendo comunicación subacúatica con el agua de mar. A su vez, recibe agua dulce de una cueva, también subacuática, y de su agua se desprende cierto olor a azufre. Algunos entramos a la poza con bastante rapidez y Yaser se dio el gusto de bucear. En su interior se podían ver peces de mediano tamaño. Una roca permitía dar pie, pero en otra parte era profunda y Yaser tuvo cuidado con la inexperta Mary para que no pasar un susto. Lian se sintió a gusto en aquel singular sitio.
Después del relax en Poza Azul, regresamos a La Bajada, para concluir definitivamente el largo periplo en bicicleta por la extensa lengua de tierra que culmina en el Cabo de San Antonio.
La obstinada búsqueda de la Cueva de La Barca y una tormenta en Punta El Holandés
Sábado 4 de agosto del 2018
El de pie mañanero volvió a ser relajado. El plan del día era buscar la cueva de La Barca, ir a Bolondrón y regresar al Holandés, para volver a acampar en el único lugar de la península donde no habíamos sufrido plaga alguna.
El desayuno lo preparó el grupo 3 a base de polvo de batido de vainilla, galletas con dulce de guayaba y boronilla. A las 10:23 partí de primero rumbo a Bolondrón. Al llegar a la entrada del terraplén, dejé una flecha sobre el terreno para que la gente se orientara. Después entré por el terraplén y comencé a buscar la entrada de la cueva de La Barca. Conmigo iban Coquito y Yadián, y los tres tuvimos que hacer bastantes peripecias en nuestras bicicletas en la primera parte del trayecto para evitar los cientos de cangrejos moros que rondaban por el terraplén.
Cuando ya había rebasado los dos kilómetros de recorrido, comprendí que me había pasado de la entrada de la cueva. Intenté regresar a buscarla, pero Hery me dijo que lo dejara para la vuelta. Seguí entonces pedaleando a buen ritmo rumbo a Bolondrón. A medida que avanzábamos, el monte a los lados se hacía más elevado. Cuando nos faltaban unos tres kilómetros, llegamos a una puerta de cerca que cerraba el camino. La abrí y continuamos. Más adelante apareció por la derecha un gran jagüey, que tenía al pie una cueva en formo de hoyo.
A las 11:19 llegué a Bolondrón de primero, con Coquito y Yadián en compañía. En el lugar, el bosque se abría, formándose una explanada con matas de guayaba y de aguacate, varios puercos rondando, perros, dos bohíos, un contenedor que parecía servir de habitación, un molino y otros vestigios de presencia humana. En la soledad del lugar, se escuchaba el pito de una batería solar cargada. Grité para ver si había alguien por los alrededores, pero no recibí respuesta. Le alerté entonces a los que ya habían llegado no coger las guayabas del lugar.
Mientras el resto de los malnombristas llegaba, continué por el camino que atravesaba a la finca, en busca de la salida al mar. El ancho camino se bifurcó y seguí por la derecha. La tierra del camino se tornó negra y por los alrededores unos charcos me hacían ver que andaba por zona pantanosa. Llegué hasta el conjunto de cajones que conformaban un panal de abejas, las cuales comenzaron a revolotear a mi alrededor. Con las abejas alertas y viendo que el camino estaba inundado de agua hacia adelante, regresé.
Hallé al resto de la tropa malnombrista recorriendo aquellos caminos de aspecto lúgubre. Exploré con Osniel el otro camino del entronque, pero este también estaba inundado hacia adelante. Luego fui con Wilfredo por otro ramal, y lo mismo. En fin, que no veíamos salida al mar. Además, el Osmand del móvil de Janett señalaba que aún nos faltaba alrededor de un kilómetro para llegar a la costa de manglares de aquella zona de la península.
Regresamos todos a la finca. Allí había un tanque de agua lleno gracias a un motor que sacaba el agua de un pozo cercano. Cada cual llenó los envases que llevaba. Yo llevaba la tanqueta y la llené hasta arriba.
En medio de la operación, se aparecieron Frank y María Libia, no con guayabas del lugar, sino con un montón de aguacates, provocándome a sonarles una descarga.
Después del llenado de los envases, la gente comenzó a partir de regreso. Yo lo hice a la una de la tarde. En la vuelta, Osniel, Claudia Patricia y el Gaby encontraron una cueva a la que se entraba por una escalera y bajaron por ella.
A las 2:01 llegué a la carretera de vuelta y bajé hasta la cabaña de la playa de La Barca. Allí había algunos malnombristas conversando con una muchacha del proyecto, a quien le pregunté por la cueva de La Barca. Ella me dijo que había estado en la cueva una vez y que había dos kilómetros desde la carretera hasta el camino de entrada a la cueva. ¿A quién creerle, a ella o al Quinque, un lugareño de Los Cayuelos, que me había dicho que estaba mucho más cerca? Pero bueno, no era la primera vez en mi vida de guerrillero en que una distancia variaba notablemente, según la fuente de información.
Yo me sentía un poco débil, porque había tenido el estómago flojo en el día. Pero me resistía a renunciar a encontrar la dichosa cueva de La Barca. En el 2012 no la hallé y en el viaje de ida de la presente guerrilla, tampoco. Tal vez a la tercera fuera la vencida. Les dije a los malnombristas que estaban en playa La Barca mi intención de volver a buscar la cueva, pero estos no mostraron mucho interés en seguirme.
Partí entonces a mi nueva pesquisa. En el primer tramito pedregoso del terraplén no vi ningún trillo por la derecha ni algún jagüey de notable tamaño. Seguí hasta un claro donde a la izquierda había varios cajones que conformaban un panel de abejas. Entré por la derecha siguiendo lo que me pareció un trillo y caminé sobre dientes de perro, pero nada. Un poco más adelante entré por otro intento de trillo y ocurrió lo mismo: mucho diente de perro y nada de cueva. Volví a salir al terraplén, más débil y más hambriento.

Me debatía en renunciar a mi empresa o resistirme a no encontrar la cueva. Opté por lo segundo en lo que tal vez fuera un último intento. Rodé unos metros en mi bicicleta terraplén adentro, buscando por la derecha alguna entrada, cuando al fin vi una clara. Recosté la bicicleta a un árbol y, al mirar hacia el monte, vi lo que parecía una dolina.
No había más que hablar. Entré por el trillo, pasé junto a unas oquedades en las rocas sobre las que se asentaba el terraplén, el camino me fue llevando a girar hacia la derecha y finalmente llegué a la entrada de la maldita cueva de La Barca.
La amplia boca de la entrada y la vegetación que la rodeaba por fuera le daban belleza al lugar. Al penetraren un salón inicial, grandes murciélagos se espantaron y salieron volando, Esta especie es endémica de la cueva de La Barca, de ahí la importancia ecológica del lugar. En el primer salón vi unos gurs secos. Pasé a otro salón donde una hermosa claraboya llenaba de luz el sitio y una gruesa columna unía techo y suelo. La cueva seguía por salones más bajos a los que no entré. Tiré varias fotos, volví al terraplén, recogí mi bicicleta y partí de regreso. Tardé cuatro minutos y medio para llegar a la carretera, lo que, según mi ritmo de pedaleo, significaba un kilómetro de recorrido. En fin, que ni el Quingue ni la muchacha acertaron en la distancia.

Volví a bajar hasta la cabaña de la playa de La Barca y les comenté sobre mi hallazgo a los malnombristas que quedaban. Para que yo volviera a la cueva, estos debían insistirme en que los llevara. Pero como no fue así, me fui con mi hambrienta debilidad para Punta El Holandés bajo un fuerte sol.
Esa tarde el grupo 3 cocinó espaguetis y preparó bastante carne en salsa. La gente también aprovechó para bañarse. Rovic intentó pescar con una vara y, de paso, enseñar a Janett a hacerlo, pero, de cada tirada, lo que sacaba era un mazo de sargazos. Yo lo “alenté” diciéndole que el tiroteo tendría una buena sopa de sargazos. La mala suerte de Rovic se la pisoteó Janett, al pescar el único pececito que se atrapó con la vara.
Antes del oscurecer se formó el tiroteo. El refresco fue repartido a base de cucharadas del polvo, para que cada cual se lo preparara. Cuando hay escasez de agua, este es un modo efectivo para que la gente ahorre.
En lo que se repartía el tiroteo, una gran banda de oscuras nubes se comenzó a acercar proveniente del mar, es decir, desde el sur. Terminando la comida, cada cual se fue a refugiar ante la inminente tormenta. Unos lo hicimos en el ranchón y los otros en sus tiendas de campaña.
La tormenta llegó con el oscurecer y se desató con gran intensidad de la lluvia y el viento. Los del ranchón, sin grandes afectaciones, fuimos espectadores de lo vivido por los que se refugiaron en sus tiendas de campaña. La tienda de campaña de Wilfredo se fue al piso y su cuerpo se convirtió en un bulto que, por su peso, evitó que la tienda se fuera volando. El Gaby también pasó lo suyo, Osniel agarraba la tienda con fuerza, mientras su cabeza se le marcaba en el techo, y Yaíma, para qué hablar. En fin, todas las tiendas sufrieron, salvo la de Eledys, que la estaban usando Frank y María Libia. Mientras la tormenta atacaba, Raine andaba tirándole fotos al barco encallado, por lo que Yaíma, quien dormía en una misma tienda con él, se preguntó: “¿Qué rayos hace Raine tirándole fotos a un barco?” Raine llegó en medio del vendaval, cuando todo se le había mojado. La cámara de Juliet, usada por Alexis, y la de Janett, captaron en videos escenas de los intensos momentos vividos.

Pero como una típica tormenta tropical, la intensidad de la lluvia y el viento no se prolongan mucho en el tiempo. El fin de la tormenta y la entrada de la noche ocurrieron al unísono. Después del vendaval hubo poca tertulia nocturna con música, de modo que el campamento quedó en silencio antes de las diez de la noche.