Cartel en el Pico Regino
Cuando un grupo sube una loma y la baja por el mismo lugar, surge una tentación para cada integrante: la de quedarse por el camino, porque el grupo regresará por allí. Cuando se sube y se baja por lugares diferentes, se “queman las naves” desde que se inicia el recorrido, porque no queda más remedio que hacer el trayecto completo.
De este modo, en recorridos de ida y vuelta por el mismo lugar, he visto quedarse por el camino a gente sin ningún otro problema que el esfuerzo realizado hasta el momento en que toman esa decisión. En contraposición, en trayectos en los que se sube y se baja por diferentes lugares, he visto hacer el recorrido completo a gente con ampollas, hipoglicemias, esguinces, y hasta dos fracturas sin saber exactamente lo que tenían.
Y es que los seres humanos tenemos enormes potencialidades, y suelen descubrirse cuando las circunstancias nos llevan a sacar el extra. Para los que se quedan por el camino, les quedará siempre la insatisfacción de que podían haber logrado la meta. Para los que llegan a pesar de los inconvenientes, les quedará siempre el orgullo de haber alcanzado el propósito, pasando a un segundo plano en la memoria lo que padecieron para lograrlo.
La subida al Turquino desde la costa sur se puede hacer en un solo día de ida y vuelta por el mismo lugar, con la ventaja de no tener que cargar bultos para acampar. Pero ya sabes, trata de no caer en la tentación de quedarte en La Majagua, El Caldero y hasta en el antiguo campamento del Pico Cuba, tan cercano a la meta codiciada, porque después, cuando salgas de las lomas –en lo más profundo– te vas a arrepentir de no haber llegado al Turquino.
Pero volvamos ya a aquel viaje al Turquino en octubre de 1995, en que una parte de la tropa acampó en el campamento del Joaquín, la retaguardia –entre la que me incluía– en el del Alto del Cojo, y mi mayor preocupación era que alguien se hubiese quedado a pasar la noche en medio de la loma, a la intemperie, bajo una molesta llovizna y un frío insoportable.
Tras el amanecer, recogí y partí sin desayunar, dejando a los demás en el Alto del Cojo. Conmigo también salieron los nueve de Granma. Yo iba delante con mi mochilón, mientras ellos llevaban sus bultos ligeros, pero si alguien había acampado en el camino, no podía permitir que los de Granma lo hallaran primero que yo.
Por eso tuve que hacer un gran esfuerzo para mantenerme delante en la recia subida de La Cabrona y en el largo trayecto que le sigue. Al llegar a la cima del Joaquín, me despedí de los de Granma, pues ellos seguían directamente hacia el Turquino. Dejé mi mochila oculta en el monte y comencé a bajar la loma por la ladera oeste. Iba casi corriendo y a cada metro que descendía aumentaba mi esperanza de que todo el mundo hubiera llegado al campamento.
Llegué por fin al Alto del Joaquín con la tranquilidad de saber que todo el mundo había dormido bajo techo. Saludé a todos, en particular a Treto, quien partió de inmediato con su gente. Conversé entonces con los de mi grupo. Me comentaron de la incomodidad en la que habían dormido, debido a la apretazón, y por supuesto, al frío. Les expliqué entonces cómo sería la jornada. El plan era subir al Turquino sin mochilas y regresar al campamento del Joaquín. Luego seguiríamos hasta el Alto del Naranjo y bajaríamos a Santo Domingo, para allí acampar.
Al conocerse que regresaríamos al lugar donde nos hallábamos, la “tentación” se apareció en el campamento y varios manifestaron su intención de no ir al Turquino. Era lamentable llegar hasta allí y no subir la mayor elevación de Cuba, pero no insistí. Realmente las condiciones físicas y, sobre todo, psíquicas, de algunos, no aconsejaban insistir si quería que el tiempo nos alcanzara para coger la guagua en Providencia a las dos de la tarde del siguiente día. Pedrito y Vizcaíno decidieron no subir, por lo que los dejé al frente del grupo que se quedaba. La razón de Pedrito era amorosa, pues andaba de romance con Pilar, una muchacha de la Planta de Sueros y Hemoderivados, y ella no iba a subir al Turquino.
Acordé con los que se quedaban que no nos esperaran, sino que salieran antes para llegar con tiempo a Santo Domingo, donde nos veríamos todos. La caminata desde Santo Domingo a Providencia se podría hacer sin problemas en la siguiente mañana. Los que iríamos al Turquino, salimos alrededor de las nueve.

En el Alto del Cojo la retaguardia hizo otro té y después partió. En la brusca subida, el Chocky comenzó a sentir fuertes dolores en ambos meniscos. Cada paso que daba le dolía un mundo. Así arribó hasta la cima del Joaquín. Al poco tiempo de ellos llegar, me aparecí y los puse al tanto de lo ocurrido en el otro campamento. Entonces el Chocky me dijo que no subiría el Turquino, pues lo de los meniscos era algo serio. Seguimos rumbo al Turquino, sumándose los de la retaguardia, mientras el Chocky partía en bajada hacia el campamento del Joaquín junto con Bata de Casa y Sussel.
En la caminata por la cordillera del Turquino íbamos con buen paso gracias a andar sin mochilas. Rápido se nos fueron el Pico Regino y el descenso del Paso de los Monos. La tropa comenzó a dispersarse y por grupos se fueron haciendo altos en el Mirador, un sitio desde donde se tiene una vista maravillosa hacia el este de la Sierra Maestra. Así, algo dispersos, vencimos la larga pendiente final y alrededor del mediodía llegamos por grupitos a la cima del Turquino, en un ambiente minado de nubes.
Nos encontrábamos en la mayor cumbre de Cuba, luego de atravesar múltiples vicisitudes en un trayecto alargado, marcado por la lluvia y la incertidumbre. Para los que llegaban por primera vez, las emociones se multiplicaban. Estábamos junto al monumento a Martí, que tantas veces habíamos visto en fotos. Y aquel era también nuestro homenaje al Che.

Al llegar, los del IIIA nos dieron unas bolsitas con Vitalón, un polvo energético producido en el propio centro. Unas fotos junto al monumento martiano, la repartición del Vitalón y un buen descanso ocuparon nuestro tiempo en la cima. Allí nos despedimos de los IIIA, pues ellos bajarían por Las Cuevas. También nos despedimos de cinco de los nuestros, quienes regresarían a La Habana en la guagua del IIIA. Después de la una de la tarde, partimos.
Los que se quedaron en el campamento del Joaquín, como no tenían apuro, se demoraron en la recogida. Casi todos bajaron a la aguada del lugar a tomar y cargar agua, y algunos se enjuagaron para quitarse el fango de los días anteriores. A media mañana hicieron una merienda y, próximo al mediodía, partieron por el firme de la Maestra rumbo al Alto del Naranjo.
Desde el inicio de la caminata el Chocky comenzó a retrasarse, pues los meniscos lo tenían “loco”. Constantemente cambiaba la forma de pisar para atenuar el dolor. Después de pasar el Cruce de Lima hizo el resto del trayecto completamente solo. Los demás iban haciendo constantes descansos. A partir de las cinco de la tarde comenzaron a llegar al Alto del Naranjo. Allí se reagruparon y luego la emprendieron por la carretera rumbo a Santo Domingo. En ese tramo, el Chocky bajó casi todo el tiempo de espaldas, pues de ese modo el dolor le disminuía ostensiblemente. Finalmente llegaron al poblado y acamparon en un círculo social ubicado cerca de la carretera, a buena altura del río Yara, con techo y suelo de concreto.
Los que regresábamos del Turquino íbamos algo apurados, para que no nos cogiera la noche por el camino a Santo Domingo. Yo empecé a sentir una molestia en el menisco derecho, pero, como iba sin mochila, me ayudaba agarrándome de los árboles para disminuir la fuerza de la pisada con la pierna derecha. Al llegar al Pico Joaquín, los que habíamos acampado en el Alto del Cojo recogimos las mochilas. A partir de allí, el dolor en el menisco se me acrecentó por el peso que llevaba y por el brusco descenso del Pico Joaquín, pues es en las bajadas cuando los meniscos más sufren, al tener que aguantar constantemente el impulso con el peso del cuerpo.
Fuimos llegando poco a poco al campamento del Joaquín. Cuando solo faltaba la retaguardia formada por los malnombristas, les orienté a los que estaban que se desviaran por el Cruce de Lima para bajar al río Yara y llegar a Santo Domingo bordeando el cauce de la corriente. Por esta vía se corta camino, pero existía el riesgo de que nos cogiera la noche en medio de la ruta. Por la otra dirección, después de llegar al Alto del Naranjo, lo demás sería bajar por carretera en lo cual no afectaba la llegada de la noche.
Partió el grupo cuando casi daban las cinco de la tarde, pero Ernesto Mantilla y George, ambos del CIGB –este último también de Mal Nombre– salieron un poco después. Al poco rato llegaron los últimos. Cuando los incité a partir ya, el Oso se paró en “tres y dos”, pues quería hacer espaguetis a esa hora. Le dije que nos iba a coger la noche, pero me respondió que no caminaba más si no comía, que desde el día anterior no habíamos comido casi nada.
En verdad, los que acampamos en el Alto del Cojo estábamos casi en “blanco”, tras dos jornadas bien duras. Subir y bajar lomas con solo infusiones en los estómagos es una locura, pero prácticamente esa era nuestra situación. Por otra parte, dada la composición de aquel piquete, se podía enfrentar lo que viniera. Aquella retaguardia la componían Gerardo, Barbón, el Oso, Miladys, País, Frank –del CNIC – y Ada –de Formas Terminadas –; estos dos últimos ya habían demostrado tener fibras de guerrilleros.
El Oso hizo los espaguetis en una cocina existente en la casa principal del Alto, ayudado por los demás; la “operación” fue bastante rápida. Realmente no era mucha cantidad, pero constituía un sustento muy oportuno, sobre todo por lo que nos esperaba. Los espaguetis se repartieron, comimos y partimos a las seis menos cuarto. Llegar al río de día sería una ventaja, pero las posibilidades eran remotas.
Recorrimos con buen paso el kilómetro y medio que separa el Alto del Joaquín del Cruce de Lima. En el Cruce, la bajada por la izquierda lleva al río Palma Mocha, mientras por la derecha se desciende la Loma de la Jeringa hasta llegar al río Yara. Siguiendo al frente se continúa por el firme de la Maestra hasta el Alto del Naranjo. A esa hora ya yo andaba con una muleta para atenuar el dolor del menisco. En esos años casi siempre llevaba las muletas a las guerrillas, pues en años recientes había padecido un tumor en la cadera izquierda y una enfermedad neurológica llamada “Gillain Barré”. Las muletas las desarmaba y las acomodaba adentro de la mochila; su uso dependía de las circunstancias.
En el Cruce de Lima doblamos por la derecha y comenzamos a bajar. Al principio, el camino se abría espacio entre el tibisí. Íbamos los ocho juntos, pues la proximidad de la noche no aconsejaba otra cosa.
A esa hora, el grupo que partió delante, tras descender la larga y abrupta ladera que termina en el río Yara, recorría un camino que los llevaba bordeando el cauce del río, y en ocasiones, cruzándolo. Ante sus ojos tenían un hermoso paisaje, encumbrado por los gigantescos árboles que crecen a las orillas del Yara. Poblaciones de cafetos se refugian allí bajo la elevada vegetación. Con las penumbras del anochecer llegaron a Santo Domingo y, tras hacer el último cruce del río, lograron el encuentro con el otro grupo en el círculo social. Pronto se preparó una comida para todos. Pablo, casi “pataleando”, presionó para que abrieran una enorme lata de atún que había cargado desde La Habana.
A los ocho últimos nos llegó la noche en plena ladera. Llegó un momento en que no veíamos absolutamente nada, pues seguíamos sin una “dichosa” linterna en la retaguardia. Continuamos así, andando a tientas, con el riesgo de caer por un cañón que teníamos a nuestra izquierda. La situación era bien complicada, pues el ancho del camino daba poco margen para acampar. Para colmo, mi menisco “estaba dando la hora” y ya yo no sabía cómo apoyar la pierna derecha. En fin, que el “Factor Maceo” había alcanzado un alto grado.
Fue entonces cuando vimos una lucecita del otro lado del cañón. Por su poca intensidad parecía una linterna. Comenzamos a gritar, y al respondernos, reconocimos la voz del George. En lo que él venía hacia nosotros, iniciamos la bajada del cañón, pues el trillo nos llevaba en esa dirección. Por fin nos juntamos con el George y con Ernesto Mantilla, pues andaban juntos.
Subimos al otro lado y al poco rato llegamos a un lugar mágico, inesperado en aquella perdida serranía: ¡un bohío! La noche se alumbró para nosotros en ese preciso instante, tal vez por la luz de La Estrella malnombrista.
En la delantera del bohío había una placa de concreto, y sobre ella nos plantamos. Un matrimonio de guajiros nos dio la bienvenida. La mujer nos cocinó arroz y nos regaló unos riquísimos frijoles negros. Algunas latas que quedaban completaron el inesperado menú. Finalmente, bajo un cielo estrellado, nos acostamos con una felicidad insospechada una hora antes. Nos dimos el lujo de conversar un rato, hasta que el sueño nos hizo su presa. A varios kilómetros de distancia, en el círculo social de Santo Domingo, otros 21 dormían también.
Para los diez que dormimos sobre la placa del bohío, la madrugada fue notablemente menos fría que las anteriores, pues habíamos descendido bastante altura por la ladera. El amanecer fue una belleza en aquel paraje entre montañas. Un riquísimo café montuno, brindado por nuestros hospitalarios anfitriones, nos sirvió de desayuno. Recogimos el reguero que formamos sobre la placa y nos despedimos de la pareja de guajiros. En esas despedidas uno siempre se queda a medias, porque el tamaño de la ayuda y el desinterés son tan grandes, que no hay cómo agradecer. Pero la sencillez de esa gente facilita el momento.
Al comenzar la bajada, mi menisco se “despertó”. Tenía además cierta incomodidad en la mochila. El camino descendía, primero a la derecha del cañón y, tras hundirse en él, cruzaba hacia su izquierda. Más abajo cruzamos una bella aguada, que tenía un breve salto en el lugar y descendía allí entre piedras.
La llegada al río Yara fue una divinidad. Aquella corriente transparente, de unos cinco o seis metros de ancho, serpenteando por un valle entre dos imponentes laderas, refrescaba tan solo de verla. Cuando Barbón nos incitó a bañarnos, por supuesto que no puse objeción, mucho menos con el churre que todos cargábamos encima. Algunos jabones salieron de las mochilas y todos entramos al agua. Barbón, siempre presumido cuando puede serlo, aprovechó para afeitarse y llegar así con un mejor porte a Bayamo. Al rato de aquel relax, presioné para partir, pues nuestra llegada a las dos de la tarde a Providencia aún no era segura. Nos secamos, nos vestimos y comenzamos a caminar a lo largo del río Yara.

Los del círculo social se levantaron sin mucha presión, desayunaron, recogieron y fueron a la carretera a esperar alguna botella. Al poco rato, La Estrella malnombrista los congratuló con un camión, que iba directo hasta Bayamo. El camión la emprendió por la empinada carretera y, al llegar a Providencia, el Chocky y Vizcaíno se bajaron –como buenos malnombristas–para esperar al último grupo. A media mañana el grueso de la tropa hacía llegada a Bayamo para congregarse en la UJC provincial.
Mientras los diez últimos caminábamos, me fui quedando detrás, afectado por el menisco y por la incomodidad de mi mochila. Llegamos al campamento de pioneros de Santo Domingo y nos tiramos a descansar sobre una placa de concreto que había a un costado del campamento, justo bajo una gran arboleda. Allí ajusté las asas de mi mochila.

Tras un breve descanso, seguimos y cruzamos el río por última vez. Llegamos a la carretera y un kiosquito nos ofertó unos deliciosos vasos de batido de plátano, que venían de maravilla para recorrer los siete kilómetros que nos quedaban hasta Providencia. Esperar una botella era un riesgo demasiado grande, y a las 12 del día partimos a pie a cumplir con nuestra cita.
Tras cruzar el gran puente sobre el Yara, sobrevenía una larga y empinada pendiente. Entonces Miladys, con la ingenuidad de su poca experiencia y la ilusión de su juventud, dijo que ella corría siete kilómetros diarios y podía llegar corriendo a Providencia. Soltó la mochila y comenzó a trotar, justo al inicio de la pendiente, y a los diez metros se detuvo, mientras el “cuero” se desataba tras ella.
Luego del humorístico trance, iniciamos la caminata. Aunque la pendiente era fuerte, una carretera nunca llega a tener la inclinación de un camino de montaña. Debió ser esa la razón por la que el menisco dejó de dolerme. Con esa atenuante, con las asas de mi mochila ajustadas y con la presión por llegar antes de la dos a Providencia, comencé a separarme de los demás. Andaba ahora en trusa y en botas, de modo que los lugareños con los que me cruzaba, se me quedaban mirando. Un muchacho en una chivichana me pasó por el lado, rodando loma abajo. En estos medios rodantes suelen llevarse grandes cargas por esa carretera.
Tras subir la primera gran pendiente, la carretera inició el faldeo por la derecha de la ladera. Ya arriba, apreté el paso, como si el cansancio de la Sierra se hubiese quedado detrás. La tropa se fue estirando a medida que avanzábamos. El George, Ernesto Mantilla y Gerardo me seguían los pasos. Aquello era una caminata contra reloj.
Finalmente, a la 1:50 de la tarde, llegué a Providencia, es decir, diez minutos antes de la hora pactada. Sentados en el portal de una casa esperaban Vizcaíno y el Chocky. Al verlos, sentí una gran alegría. Tras el saludo, fui directo al río Providencia, que corría al lado, y pasé un rato refrescándome en sus aguas. A la dos se apareció el trío que me seguía en la caminata. Luego se aparecieron otros más.
A las 2:10 llegó la guagua con Pedrito en ella; otro malnombrista que no se olvidaba de sus hermanos de la retaguardia. Pero aún faltaban Ada, País y Miladys por llegar, por lo que partí a buscarlos. En una curva cercana los hallé y finalmente montamos todos en la guagua. Partimos de Providencia y al rato dejábamos detrás la Sierra Maestra para concluir un complejo recorrido con una tropa demasiado heterogénea. El resto de la tarde se nos fue recorriendo Bayamo. Por la noche partimos en el tren de regreso a La Habana, para llegar a nuestra querida ciudad con el siguiente amanecer.
Aquel viaje por la Sierra no pudo propiciar la creación de un parque histórico en homenaje al Che, al no poder dejar colocadas unas placas conmemorativas que no quedaron bien hechas, además de unas señales informativas. Pero significó una gran oportunidad para estrechar lazos de amistad entre jóvenes de varios centros del Polo Científico, y de estos con los malnombristas.
El Factor Maceo estuvo a la orden del día y los pocos malnombristas que participaron estuvieron a la altura del grupo al que pertenecen. No obstante, el principal saldo para Mal Nombre fue la incorporación de nuevos integrantes que, con el tiempo, harían historia por méritos propios. La posterior historia malnombrista de Eduardo, Pablo, Frank, Miladys y Carlos Sierra, es la mejor prueba de ello. Para Pedrito tuvo un saldo mayor: conoció a Pilar, la mujer de su vida. Tres años después nacería Ana Carla, el mejor fruto de aquella unión.
Grac8as San, por compartir esas anécdotas siempre interesantes y con enseñanzas para los excursionistas