Foto: Sheryl Márquez Vega
Después de observar todas las fotos que había llevado esa mañana a nuestro encuentro no hizo falta la pregunta curiosa sobre cuál exactamente era ella. Con una nitidez envidiable, a decir por los años transcurridos desde que fueran tomadas aquellas imágenes, y entre tantos rostros capturados en blanco y negro, no hubo confusión de que Dolores Concepción Lahaba Estrada, o Loló, como cariñosamente la llaman, era la única mujer de su grupo de colegas ingenieros.
Ahora, para una gran parte de la sociedad, esta parece ser una lucha ganada porque hay muchas mujeres estudiando ingenierías, liderando proyectos, dirigiendo empresas, sindicatos y universidades. Ciertamente ahora somos más defendiendo que haya muchas como Dolores, no solo en Cuba, sino en el mundo. Pero en 1960 no sucedía igual. Ni la lucha iba tan avanzada, ni ellas eran tantas en campos tradicionalmente dominados por hombres.
Entonces, Loló, cómo surge la idea de querer ser ingeniera…
“Ya tenía la referencia de mi padre. Él era el topógrafo del Ministerio de la Construcción, el jefe de la comisión de estudio para ese tiempo. Yo lo apoyaba con sacar los datos de campo y lo ayudaba a confeccionar los planos o la información que debía dar. Por ahí me fui inclinando un poco hacia la ingeniería y después siempre dije: voy a estudiar para ayudar a mi papá en eso.
“Mi padre perdió el trabajo a mediados de mi bachillerato. Para continuar en el Instituto tenía que trasladarme todos los días de Bayamo a Manzanillo en una guagua y regresarme. Después fue más complicado. Estábamos en medio de la lucha armada y la guagua solo iba algunas veces. Aun así, logré terminar el pre en Bayamo, específicamente en la especialidad de letras, pues no se podía en ciencias, que era lo que en realidad me gustaba”.
Esa fue la razón por la cual Loló volvió a matricular al año siguiente, una vez habilitaron dicha opción. Para su suerte, en ese entonces llegaron unas becas a los institutos que ofrecían la posibilidad de estudiar ingeniería, se le concedió y así viaja a La Habana.
Acá formó parte del grupo de jóvenes que debió hacer un cursillo de nivelación, en la antigua universidad de Villanueva, para entrar a la carrera. Una vez concluyeron esos tres meses, todas las muchachas que la rodeaban se decidieron por la ingeniería industrial. Sin embargo, aunque no fueron pocas las insistencias de sus compañeras, ella lo tenía bastante claro desde el inicio. “Lo mío es la ingeniería civil”, recuerda que les dijo.
La especialización por las vías férreas no fue hasta cuarto año, en donde había tres opciones: hidráulica, estructura y transporte. Pero nadie quería transporte. Entonces los profesores, el rector y el decano de la facultad insistieron en la necesidad de compensar cada una de las especialidades.
“Empezamos 121 alumnos y terminamos 35. Nos dividimos en tres grupos más o menos de 11, 12 o 13 alumnos”, afirma Loló, quien guarda muy buenas historias de esa etapa jovial y otras menos placenteras como aquella del momento en que se vio por primera vez sola en la capital cubana, tan lejos de su natal Bayamo.

“Embebida en la más burguesa de las metas, la de estudiar una carrera universitaria en la ciudad principal de su país” —frase que algún día leí de la periodista argentina Leila Guerriero—, Loló perteneció al segundo grupo de graduados por la Universidad de Ciencias Tecnológicas José Antonio Echeverría. Era el año 1967.
“Yo recuerdo con mucho cariño esa etapa de estudiante porque fuimos de los primeros becados en la Cujae. Fue una etapa muy linda, aunque pasamos mucho trabajo, porque no había nada qué comer. Solamente una cafetería donde vendían yogurt y pan con croquetas. Además de no poder irme los fines de semana para Bayamo porque era muy lejos”.
— Cuando concluye la universidad, ¿dónde comienza a trabajar?
— Para aquel entonces la ubicación la enviaban en un telegrama a nombre del presidente de la República. Yo fui ubicada en el Ministerio del Transporte. Una vez llegué ahí, entusiasmadísima por querer quedarme en La Habana, me informaron que había sido trasladada para el Oriente del país, específicamente para trabajar en los ferrocarriles. Estando allá, me enviaron para la división de Camagüey.
“Este fue mi primer lugar de trabajo, donde conocí a Alberto Ferrer Bayán, José Montero Cabello, `mi mano derecha y mi mano izquierda también´, y Eduardo Arango de Varón. Tres ingenieros ejemplares. Tres personas excepcionales de las que obtuve toda la ayuda del mundo y con quienes compartí grandes experiencias”.
Entre ellas, Dolores no olvida las largas caminatas por la vía en días de intenso sol, rodeados de un silencio solo quebrantable por el ruido de alguna locomotora de turno.
“Montero y Ferrer se quedaban en la oficina. El ingeniero de vía, Arango, era quien habitualmente me acompañaba
“Este siempre me decía: “¿Loló, tú podrás caminar todo eso? Pues salíamos juntos para detectar los defectos en la vía y programar el mantenimiento de esta, que antes solo era posible de esa forma. Así recorríamos diariamente distancias de 10 y hasta 12 kilómetros.
“Aprendí mucho porque pude conocer los problemas en la vía desde el conocimiento de un ingeniero bastante experimentado en estos temas”.
—¿Cuál era exactamente su responsabilidad dentro de la división de ferrocarriles?
— Comencé formando parte de la Comisión de Estudio, realizaba las largas caminatas para hacer la alineación, la nivelación, poner la referencia al jefe de la brigada y después chequear el trabajo de los obreros.
Las brigadas de mantenimiento de vías férreas estaban integradas solamente por hombres, en su mayoría con muy bajo nivel escolar, casi analfabetos. Loló se encargaba de dirigirlos siempre desde un buen trato, que debió ser suave y poco impositivo, para lograr ganarse su confianza.
“Tenía que decir qué usted piensa, qué usted haría en este caso y si probamos hacerlo así. O sea, yo fui poco a poco ganándome el respeto y el cariño de todos. E, incluso, hasta de aquellos más respetados como Marzabal, un español, jefe de brigada, quien tenía sus malas pulgas”.
—¿Qué momentos importantes de la historia del ferrocarril en Cuba vivió de cerca?
—Durante mi paso por el ferrocarril fui testigo de la implementación de nuevas técnicas para modernizar el trabajo en la vía. Lo primero fue la reparación de estas sustituyendo los carriles y las traviesas por campos. El campo no era más que un tramo de vía, o sea, la longitud que tiene el carril con las traviesas de madera prefabricadas, que se montaban con unas grúas en ventanas de tiempo[1].

Esto permitió que se fuera humanizando el trabajo, un paso importante en pos de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. A partir de ese entonces, según cuenta Loló, se prestó mayor atención a los carros-campamentos y al tema de la disponibilidad de agua en ellos, pues de lo contrario debían mantenerse siempre acampando cerca de las estaciones de trenes.
Después, en Gamboa, vino el trabajo en la línea Martí-Bayamo-San Luis, donde era necesario garantizar el transporte para los sembradíos de arroz de aquella zona. “Tuvimos que hacer un desvío que implicaba la construcción de un puente, para luego hacer la vía con los requerimientos de garantizar nuestro objetivo. Eso fue un trabajo interesante porque nos pasábamos casi doce horas en la obra”.
Además, participó en la construcción del ramal Omaha, el cual permitía la salida de la caña de azúcar hacia el Central Guiteras, en Puerto Padre, Las Tunas. Si bien la campaña de producción de los diez millones ese año no se logró, al menos el ferrocarril cumplió haciendo su ramal.
—¿Qué desafíos enfrentó durante aquella época?
—Trabajar en una brigada de hombres fue tremendo. Por ejemplo, cuando necesitaba ir al baño, tenía que moverme hacia lugares bien distantes. Tú me veías siemprebuscando cualquier alcantarilla o caminando dos o tres kilómetros para alejarme.
Pese a ello, Dolores fue muy respetada por sus compañeros, con quienes comparte varias anécdotas, como aquella ocurrida durante la construcción de un puente en el ramal Santa Cruz. Estaba previsto sustituir uno de madera por otro de hormigón y normalmente este tipo de trabajos demoraba muchas horas. Loló recuerda, en variadas ocasiones, haber escuchado al ingeniero Arango preguntar en qué momento ella lograba ir al baño.
“Teníamos que estar allí todo el tiempo, pero yo sacaba un chancecito. Nosotros las mujeres somos habilidosas y donde veía la oportunidad, aprovechaba. Pero sí es cierto que eran muchas horas bajo agua, sol y sereno rodeada solo por hombres.
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En otro momento, Dolores fue la jefa del Departamento técnico de la Subdirección de Vías, Obras y Comunicaciones de la división de ferrocarriles de Camagüey hasta Guantánamo, donde los accidentes eran muchos, provocados en su mayoría por defectos de la vía. Por ende, la meta estaba en crear un plan de mantenimiento y reparaciones para que estos disminuyesen.
“En la línea norte de Cuba, por ejemplo, eran horribles los accidentes. Esto fue un reto grande para nosotros porque cada falla era dinero. En el ferrocarril un accidente cuesta millones de pesos.
“La suerte siempre fue que, desde el ministerio de Transporte, había mucha confianza en los planes que se hacían en la división centro-oriente. Al igual, era muy provechoso trabajar con esos tres ingenieros estelares que ya he comentado”.
—¿Cuál ha sido el momento más decisivo que ha vivido como ingeniera?
—En aquella época todos los trabajos eran importantes. La Revolución tenía prioridades. El níquel, para finales de la década del 60, cogió un valor tremendo y había que garantizar una vía segura por donde transportarlo. Para ello era necesario hacer reparaciones de toda esa distancia.

El ferrocarril cubano no ostentaba las mejores condiciones, estaba deprimido, escaso de desarrollo técnico y de fuerza de trabajo. La solución fue aprovechar la coyuntura para sumar a los obreros de la Nícaro a esta tarea. “Nosotros, los ingenieros, éramos apenas cuatro desde Santa Clara hasta Guantánamo. Sin embargo, eso no condicionó la disciplina en el trabajo”.
Loló estuvo de forma directa 28 años en el ferrocarril, primero en Camagüey, luego en Santiago de Cuba cuando se hicieron las divisiones ferroviarias en la década del 70. Durante ese tiempo conoció nuevos lugares, se enfrentó a proyectos cada vez más retadores y encontró en cada una de las experiencias vivida, una anécdota.
Entre tantas, esta…
Llevaban meses preparándose para inaugurar el primer tramo del ferrocarril central de Cuba, que iba de Oliver a Calabazar, en Las Villas, y tenía una extensión de 28 kilómetros. En este caso, la planta de ensamblaje se hizo con campos prefabricados y se usó por primera vez la técnica más moderna que había en el país: grúas Platov para la colocación de los campos y equipos Tamper para la nivelación, alineación y calzado de la vía, así como el uso de máquinas Hooper para el riego de balasto.
El MICONS siempre hacía la compactación del terreno de acuerdo con lo proyectado. Una vez se terminó la vía, el ministro Antonio Enrique Lussón Batlle decide probarla. Se montaron en el coche motor él, su esposa, el director y el subdirector nacional de vías férreas, mientras Loló toma la decisión de esperarlos al final de la vía.
Según cuentan, Lussón pidió que le dieran velocidad al coche motor. Aumentaron la velocidad, pero el maquinista no se dio cuenta de que a unos metros se terminaba la vía. Cuando Loló vio que aquel coche motor no se detenía, se llevó las manos a la cabeza y pensó lo peor. ¿Quién les dice que el coche motor siguió caminando por encima del terraplén?
“¡Qué compactación!”, afirma ahora y se sonríe, con la misma sonrisa de alguien que sabe haberlo hecho bien.
La vía es un terraplén que debe tener una compactación correcta. Sobre ella va el balasto, que son las piedras, y sobre las piedras van entonces los campos de vía, que son las traviesas y los carriles. Imagínense qué bien logrado estaba ese proyecto cuando el coche motor no se descarrila y sigue rodando por encima del terraplén. Ello habla de la exigencia y la calidad del trabajo.
“Ese fue el tramo donde se cumplieron a cabalidad todos los planes del proyecto porque después se revisó que esa faja de vía[2] era de 50 metros; tuvo muchas afectaciones en su ejecución, sin embargo, se hizo con los 50 metros”.
—¿Por qué retorna a La Habana?
—Yo me mudo para La Habana en el año 1985, después de casarme. Mi esposo empezó a hacer una alergia a Oriente y regresamos primero a Camagüey y luego a La Habana. Aquí ocupé el cargo de Primer sustituto del jefe Nacional del Departamento Técnico de la Subdirección de Vías, perteneciente al Ministerio del Transporte y participé en la supervisión de un estimado de 4 mil 880 kilómetros de vías férreas.

—¿Cómo valora el éxito en su vida?
—No me puedo quejar. Yo trabajé con mucho amor, sin vida, sin tiempo, y eso es lo más importante. Incluso, cuando tuve a mis hijas. A Yadira, la más pequeña, la montaba en el jeep, le ponía un pañuelito de sombrero y le decía: “Abajo, conmigo para la vía a caminar”. Y así fue todo ese tiempo. Hoy, ninguna de las dos siguió los pasos de la ingeniería. Una es licenciada en Información científico-técnica y la otra en Enfermería. Dolores Concepción Lahaba fue catalogada como Mujer profesional destacada de Iberoamérica. Actualmente lleva más de veinte años formando parte del voluntariado de la Unión Nacional de Arquitectos e Ingenieros de la Construcción de Cuba (UNAICC). No por gusto la World Federation of Engineering la seleccionó como candidata al Premio Mundial de Ingeniería del año 2024. El tiempo de Loló sigue estando en las vías.
[1] Ventana de tiempo es un espacio de tiempo sin movimiento de trenes, ideado para un período de trabajo en la vía férrea.
[2] Faja de vía: Distancia que existe del centro de la vía a la cerca.