Cuando entré al campamento del Alto del Cojo en aquella noche infernal, Andrés me preguntó si yo había hablado antes de la guerrilla de llevar capas. Le dije que sí, convencido de que lo había dicho en las reuniones previas a la excursión. Después traté de actualizarme de la situación.
El estado de ánimo de la tropa y la cocina eran la prioridad. Por eso recorrí todos los locales. Los rostros denotaban el enorme cansancio que se cargaba encima. Un grupo grande estaba tirado en el salón de la casa, en el primer cuarto había un piquete de la CUJAE y en el tercero estaban los de Economía. El segundo cuarto era el de los trabajadores de Flora y Fauna.
En la cocina, Ernestico me puso al tanto de la situación. Una parte de los espaguetis ya estaba lista, pero la falta de agua impidió que estuviera cocinada toda la cuota prevista. Mientras conversaba con Ernesto, Camila la arquitecta se desmayó en el primer cuarto y fui a verla. Como se recuperó pronto, volví a la cocina. Hasta allí fue a verme Andrés para sugerirme que se repartiera ya la comida dado el deplorable estado físico de la gente y el hambre que había. Justo pensaba en tomar esa decisión cuando me enteré de un nuevo desmayo. No había más que esperar.
Sin tener una cantidad suficiente de espaguetis como para llenarnos, formamos el tiroteo. Además de los espaguetis, había carne en salsa y refresco preparado con agua de un tanquecito que tenían allí los de Flora y Fauna. Una buena parte de la tropa fue a la cocina a buscar la comida, pero a los más debilitados se la llevaron a donde descansaban.
Terminando el tiroteo, entrada ya la madrugada, Masiel me pidió ayuda para ver qué hacer con Linnet. La muchacha estaba temblando incontroladamente y no quería comer. Les pedí entonces a los de Economía que liberaran una cama que había en el tercer cuarto para dársela a Linnet, busqué mi saco de dormir y se lo tiré por encima. Le hablé entonces a la muchacha de la importancia de que comiera, que se había quedado sin reservas energéticas en el cuerpo y solo con comida saldría de aquel estado. Como ella seguía en las mismas, con un tenedor empecé a darle la comida. Logré que comiera tres bocados de espaguetis con carne en salsa, y hasta ahí. Luego, entre Masiel y yo, la hicimos meterse en el saco de dormir y que se acostara.
Me dediqué entonces a distribuir a la gente para que todos cupiéramos adentro de la casa. Primeramente, me aseguré que dentro de los dos cuartos que ocupó nuestra gente estuvieran cubiertos todos los espacios.
Después les pedí a los del primer cuarto que salieran a hacer sus necesidades quienes lo desearan, para que, al terminar, cerraran la puerta del cuarto y así poder ubicar a los de la sala. Con los de la sala me aseguré de que se acostaran como “palitos chinos”, uno al lado del otro sin espacio intermedio.
Terminada de ubicar la gente en las dos partes de la sala, me fui para la cocina, que estaba conformada por otras dos partes, una donde se preparaban los alimentos y se servía, y otra donde se hacía la candela. En la primera, con suelo de tablones, había otro piquetico de la CUJAE. Cuando estos terminaron de ubicarse, Ernestico, Pedro Julio y yo nos tiramos en el suelo de tierra de la parte donde se hacía la candela.
De aquellos momentos finales de la odisea me habló así Masiel: “Ese día nos acostamos y yo tenía demasiado frío. Cristina, Belsis y Javier me pasaban la mano para que me controlara, porque soy muy, muy friolenta, y pasé un frío ‘perro’, que pensé que al otro día no me levantaba”.
A su vez, Lorena me lo contó de esta manera: “Nos acostamos bastante tarde y bien cansados. Recuerdo que a muchos se les había mojado la ropa. Mi colcha la tuve que prestar a una pareja que estaba temblando del frío y Karla prestó parte de su ropa también. Sé que hubo muchas más personas que prestaron pertenencias. Pero yo estaba feliz”.
De frente a mi lecho yo tenía abierto el hueco de una inexistente ventana en aquel sitio a más de mil metros de altura sobre el nivel del mar. Para aguantar el frío me puse cinco pulóveres, uno encima del otro, y me enrosqué dentro de mi súper nylon.
La madrugada entera se la pasó lloviendo. En momentos en que me desperté, mi cabeza era un torbellino pensando en qué rayos hacer. El estado físico y psíquico de buena parte de la tropa no era el mejor para hacer la caminata Alto del Cojo-Turquino-La Majagua que correspondía en la nueva jornada, según lo previsto. Pero cambiar el plan implicaba hacer cambios también en las transportaciones y ello dependía, en primer lugar, de que tuviera cobertura en mi móvil para hacerlo. Finalmente, decidí hacer el cambio en el recorrido.
A las 6:30 de la mañana le di el de pie a la tropa. Cuando estuve seguro de que la gente estaba despierta y atendiéndome, comencé a hablar. Empecé reconociendo el gran esfuerzo realizado para llegar al Alto del Cojo y el estado en que se encontraba la tropa. Les dije que tenía que despertarlos a esa hora, porque más tarde no habría tiempo para llevar a cabo los planes que les propondría. Les hablé entonces de los nuevos planes.
La variante era que todo el que quisiera quedarse ese día en el Alto del Cojo, lo podría hacer porque la próxima noche también acamparíamos allí. A su vez, los que quisieran subir al Turquino, lo harían en el día sin mochilas y regresarían al campamento. Entonces la salida de la Sierra Maestra no sería ya por Santiago de Cuba, sino por Granma, a través del municipio Bartolomé Masó. Para ello, al día siguiente cogeríamos un camino que nos llevaría al río Yara y por él hasta el poblado de Santo Domingo, donde deberíamos coger un transporte que nos dejara en Bartolomé Masó. De Bartolomé Masó iríamos a Cacocum a coger el tren para regresar a La Habana.
Les comenté entonces el riesgo que teníamos de que yo no lograra tener cobertura en mi móvil para hacer las gestiones necesarias y de que, aun teniendo cobertura, no se pudieran concretar las gestiones. Las alturas de los picos Joaquín y Turquino serían las dos grandes oportunidades que yo veía para lograr cobertura. Alexis y Laksmi, desde La Habana, serían mis dos grandes apoyos para lograr las gestiones. Finalmente, dije que los que iríamos al Turquino, debíamos levantarnos ya, desayunar, prepararnos y salir lo antes posible.
La propuesta fue bien acogida por la tropa. Para algunos, la decisión de quedarse en el campamento estaba clara. Para otros, la decisión de subir al Turquino era un hecho. Pero para buena parte de la tropa, la incertidumbre por los pro y los contra formaban una turbulencia en las mentes.
Como no había tiempo que perder para los que subiríamos, comencé a preparar el desayuno. Uno de los de Flora y Fauna subió por la ladera y dio con el problema del agua, que era que se había zafado la manguerita que la conducía. Pronto llegó el agua a la cocina y el refresco fue preparado, además de las galletas con dulce de guayaba.
En esos momentos me fue a ver Masiel para decirme que Linnet quería ir al Turquino. Nunca he frenado a nadie en la conquista de un anhelo de ese tipo y no lo iba a hacer con ella, a pesar del deplorable estado físico en el que llegó al Alto del Cojo. Solo le puse una condición: que se terminara de comer los espaguetis de la noche anterior.
Qué ropa ponerse fue un dilema para varios, pues casi toda estaba mojada, y los zapatos también. La indecisión provocó la demora de varios en alistarse.
A las nueve de la mañana comenzaron a partir loma arriba los primeros. Yo salí a las 9:17. Cristina, acompañada de Belsis, dio los primeros pasos en la loma, pero el dolor en sus pies era insufrible y las dos regresaron al campamento.
La loma de La Cabrona era el estreno de la jornada y era también la subida más fuerte. Los que empezaron con frío, bien pronto comenzaron a sudar y comenzaron a sucederse los breves altos para coger un diez.
Ya arriba de la loma, me di cuenta que no había una retaguardia definida y pregunté por alguien dispuesto. Chema dio el paso al frente y Daniela se opuso diciendo que él había hecho de retaguardia buena parte de la tarde de ayer con la gente de Eko. Entonces pregunté a quién le tocaba la retaguardia y el Lachy me dijo que a él. Volvió Daniela de abogada defensora para decir que el Lachy también había hecho la retaguardia ayer. Entonces le respondí que, si la hizo, fue de voluntario, pero no porque le tocara y que, si la retaguardia se fuera a hacer por grupos, al tercer día ya no habría quién la hiciera. Asumió entonces el Lachy el primer tramo de retaguardia, que sería hasta la cima del pico Joaquín.
El grupo de los que íbamos para el Turquino lo conformábamos 31, mientras que en el campamento se quedaban 36. Ese era el resultado del fuerte efecto de la dura caminata de la jornada anterior, sobre todo del tramo hecho de noche bajo la lluvia.
El final de La Cabrona era el firme de la Maestra y por él seguimos en una mañana nublada, pero sin lluvia. Otras fuertes pendientes se nos interpusieron y estiraron la tropa, hasta que fuimos arribando a la cima del Joaquín, adonde yo llegué a las 11:05. Durante el alto en el lugar, Bencomo me dio su móvil con el que comencé a hacer las llamadas necesarias para cambiar el recorrido. Por suerte, había cobertura, aunque a veces me tenía que correr de lugar, pues la perdía y tenía que repetir la llamada. Mi idea era dar las tareas en el Joaquín a la ida, mientras que en el paso por el Turquino y por el Joaquín a la vuelta, me informaría del resultado de las gestiones.

Primeramente, llamé a Laksmi y le di la misión de avisar sobre el cambio de la estación donde cogeríamos el tren de regreso. Como el tren sería el Guantánamo-Habana, inicialmente lo abordaríamos en la estación del Combinado de San Luis. Pero al cambiar nuestra salida de la Sierra Maestra, de Santiago para Granma, la estación más conveniente sería la de Cacocum. Logré comunicarme con Laksmi y ella asumió la misión.
Después hablé con el director de transporte de Bartolomé Masó, al que le pedí un camión que nos recogiera al día siguiente en el campamento de pioneros de Santo Domingo a las tres de la tarde. Este tenía que ser un camión de montaña, dados los rigores de ese trayecto. El hombre me dijo que tenía el transporte, pero no el combustible.
Seguidamente llamé a Alexis y logré comunicarme con él. Le pedí que hiciera alguna gestión a través del Partido, para asegurar el combustible del camión de montaña. Le di además el número del móvil de Ornel, un camionero de Bayamo, para que nos llevara de Bartolomé Masó a la estación de Cacocum.
También llamé a Sara, la directora del Parque Nacional Pico Turquino, para anunciarle el cambio de recorrido, lo cual implicaba que no acamparíamos en el campamento de La Majagua y que el pago del paso nuestro por el Parque lo haríamos en Santo Domingo y no en Las Cuevas.
Luego me comuniqué con Wichi, el camionero que nos debía recoger en Las Cuevas, al sur de Santiago, para explicarle el cambio del recorrido, por lo que ya no cogeríamos su camión. El hombre me entendió perfectamente. Detrás traté de comunicarme con Rubén, el chofer que nos debía llevar desde la terminal de Calle Cuatro en Santiago de Cuba, hasta la estación del Combinado de San Luis. A este chofer también le diría que ya no hacía falta su viaje, pero el móvil me dio “apagado o fuera del área de cobertura”.
La entusiasmada tropa iba ligera sin mochilas rumbo a la mayor cumbre cubana. Pasamos el pico Regino y bajamos la escabrosa pendiente del Paso de Los Monos. Los caramelos servían para ganar energías. Las cartacubas pululaban por los árboles.
Pasado el impresionante mirador de Loma Redonda, los descansos se hicieron más seguidos. Tras rebasar las dos lomas siguientes, iniciamos la larga subida final inmersos en un bosque raro, donde abundan los helechos arborescentes y la endémica sabina. Una piedra grande por aquí y otra por allá, fueron antecedentes de la gran piedra de mirador hacia el oeste. Algunos subimos a la piedra y nos deleitamos con el panorama, en el preludio de la conquista.

A las dos menos diez llegué a la cima del Turquino. Entre el cansancio y la alegría, este último estado de ánimo se llevaba las palmas, sobre todo porque la mayoría subía al Turquino por primera vez. El tiempo seguía nublado y sin lluvia. Aquella imagen del monumento a Martí, vista tantas veces en fotos o videos, era entonces una realidad para los primerizos. Yo me dediqué a felicitar a los que iban llegando. Después agrupé varias barras de maní y las piqué para el tiroteo correspondiente.
Le dediqué también un tiempo a las gestiones por teléfono. Algo importante era que Alexis y Laksmi se habían puesto de acuerdo. Ya estaba asegurado de que podríamos coger el tren en Cacocum, pero el camión de montaña y el que nos llevaría a Cacocum aún estaban pendientes.
Una conversación especial tuve con José Julián. Aunque seguía con el cálculo en los riñones, no se pudo contener y partió desde La Habana a nuestro encuentro. Su idea era dar con nosotros al bajar de la Sierra por el sur, pero al cambiar nuestros planes, el embarque de Jose era mayúsculo. Había caminado unos 20 kilómetros por la carretera sur del municipio Guamá por la zona del Uvero y en esos momentos se enteraba de que todo había cambiado. Me habló entonces de unírsenos en el tren de regreso y le dije que tenía que apurarse para coger el tren en el Combinado de San Luis, pero que tenía convencer a la gente de allí para que lo dejaran subir, pues ya ellos habían sido informados de que cogeríamos el tren en Cacocum.
Mientras todo esto sucedía, en el campamento del Alto del Cojo reinaba la armonía. Ernestico así me lo contaba: “Cuando ustedes se fueron, la gente durmió un rato más, hasta que salió el sol. Luego nos pusimos de acuerdo y empezamos a redistribuir los módulos y preparar el almuerzo (los espaguetis sobrantes), mientras que otros se dedicaron a lavar y poner ropa a secar. La cocina se dividió: para el almuerzo cocinaba la CUJAE y en la comida los de la UH. Eso al final no sucedió porque en la cocina nos mezclamos las dos universidades. Se habló con los hombres del campamento y nos regalaron una manito de plátano. Por lo demás, todo tranquilo, la gente conversando y pasando el rato que, al final, fue más tiempo en la cocina que otra cosa”.
En la cima del Turquino, casi al final de nuestra estancia, vinieron las fotos individuales, por grupitos y de todo el piquete con banderas afuera, tanto de las facultades, de la FEU, de la UJC como la infaltable bandera cubana. Pasadas las 3:30 comenzó la partida de la gente. Yo dejé la cima a las 3:44. Desde el inicio del regreso, Bencomo y yo asumimos la misión de la retaguardia como al final de la jornada anterior. Linnet y Rocío la de MAT-COM eran nuestras acompañantes.
La bajada se hizo más rápido que la subida porque bajar implica menos esfuerzo y por las ganas que tenía la gente de llegar al campamento. Los cuatro de la retaguardia nos fuimos distanciando de los demás. La subida del Paso de los Monos se nos hizo lenta y llegamos al pico Joaquín a las 5:56, donde nos retrasamos más por mis llamadas telefónicas. Pero las noticias eran buenas: ya estaban asegurados el transporte de montaña y una guagua que nos llevaría a Cacocum. Es decir, las gestiones necesarias para el cambio del recorrido ya estaban hechas.
Descendimos por el firme de la Maestra y comenzamos a bajar la loma de La Cabrona con Bencomo y Linnet adelantados y Rocío y yo un poco más atrás. A mitad de la inclinada ladera comenzó a oscurecer. Linnet y Bencomo llegaron al campamento aún con luz solar, pero a Rocío y a mí nos cogieron las penumbras sin encender la luz del móvil de Rocío, a petición mía, a ver si llegábamos así al campamento. Viendo el techo del campamento y oyendo las voces de la gente, empezamos a dar tropezones a falta de visión, cuando se apareció el Chema con una linterna, preocupado porque no acabábamos de aparecer. En fin, que vencimos los metros finales con algo de luz. Se consumaba así la jornada caminante para los 31 que la emprendimos esa mañana rumbo al Turquino.
En el Alto del Cojo recibimos muy buena atención de los que allí quedaron, lo cual incluía un poco de espaguetis de los que cocinaron para el almuerzo, los que devoramos con gran gusto. Un poco más tarde estuvo lista la comida con un menú conformado por arroz, carne en salsa y refresco. En cada una de nuestras comidas en el campamento les brindamos a los dos trabajadores de Flora y Fauna. Una parte de la tropa se pudo bañar, pero otros volvimos a “volar turno”.
Para dormir se armaron algunas tiendas de campaña afuera, despejándose un poco el campamento en su interior. Pedro Julio, Ernestico y yo volvimos a acostarnos alrededor del sitio donde se levanta la candela, aunque en la ocasión yo tenía mi saco de dormir, pues Linnet ya estaba en buenas condiciones. La muchacha había demostrado una fuerza de voluntad que provocó admiración en la tropa. Antes de las once de la noche el silencio ya reinaba en el Alto del Cojo, pues el de pie sería madrugador.
A las cinco de la mañana comencé a anunciar el “de pie” y bien pronto se formó el ajetreo en el campamento. Debíamos estar a las 7:30 de la tarde de ese día en Cacocum para coger el tren, luego de caminar unos 14 kilómetros ‒la mayor parte del tramo bordeando el río Yara‒ y de coger par de transportes para ir desde Santo Domingo hasta Cacocum. Es decir, la jornada sería intensa.
Hicimos el tiroteo del desayuno y a los trabajadores de Flora y Fauna les dejamos provisiones de alimentos que no habíamos consumido. A las 6:30 comenzó a salir la gente luego de que yo aclarara en voz alta que en el entronque de la base de la loma de La Isabela había que coger a la izquierda. La retaguardia les correspondería a Pedro Julio y Ernestico; yo me quedé un rato con ellos revisando que no se nos quedara nada en el campamento. A las 6:47 partí.
Recorrí el trecho que media entre el campamento y el entronque, y enrumbé en bajada por el camino que lleva al río Yara. La belleza de las vistas en esa bajada es de admirar, con la frondosa vegetación que cubre las laderas que terminan en las márgenes del río. Este es un descenso que parece inacabable por su extensión. En algunos tramos el fango obliga a pisar con cautela para no “aterrizar”. Después de un largo descenso en un faldeo bastante recto, sobreviene una entrada hacia la izquierda que tiene un arroyo en su fondo. Rebasado el arroyo, se vuelve a salir a las laderas del río hasta que el camino llega a la orilla de la corriente.

Un poco antes de llegar al río nos juntamos algunos del grupo y Ana Paula preguntó si habíamos visto a Rocío la de MAT-COM por allá atrás. Ante nuestra respuesta negativa, Ana Paula nos dijo que ella no la había visto pasar adelante. A su vez, Ernestico y Pedro Julio afirmaron no haberla visto en el campamento antes de partir. Pero buena parte de la tropa nos llevaba distancia y no le hice mucho caso a la preocupación.
No obstante, al llegar al río, cuando mi móvil marcaba las 9: 46, comenzamos a “atar cabos” hasta sacar como conclusión que Rocío tampoco estaba en la delantera. En fin, que la “gran Rocío” se había perdido. A esa hora, mi “berro” por su culpa era bastante grande. Después de tantas coordinaciones para cambiar el trayecto de la tropa, tenía que perderse Rocío para poner todo en riesgo. Claro, nuestra idea era que Rocío se había demorado en salir del campamento, tal vez haciendo el “dos” o algo por el estilo, pero en alguna gestión que les impidió verla a los dos de la retaguardia. En fin, que mi berro era porque la causa de todo era la habitual pereza de la muchacha.
De inmediato, Lachy y el Chema se dispusieron a partir de regreso en su búsqueda. Antes de salir, les dije que escondieran las mochilas tras una gran piedra del río. Bencomo y yo guardamos también las mochilas allí y partimos también de regreso, un poco después del dúo de Lachy y Chema.
A medida que subíamos sin dar con Rocío, crecía mi preocupación porque no nos diera tiempo a coger el tren. Varios cientos de metros habíamos dejado atrás desde la partida del río, cuando vimos al Chema acercarse para anunciarnos que habían encontrado a Rocío. Le di entonces una importante misión. Como no era lo mismo cuatro personas que 67 cogiendo botella hasta La Habana, le dije al Chema que tratara de alcanzar lo más rápido posible a la delantera de la tropa y le dijera que nos esperaran en el campamento de pioneros de Santo Domingo hasta las tres de la tarde. Si a esa hora no habíamos llegado Bencomo, Lachy, Rocío y yo, debían irse todos en el camión. Partió el Chema de prisa y continuamos Bencomo y yo subiendo por el camino de la ladera.
Un poco más arriba dimos con Rocío, con el Lachy y con los dos trabajadores de Flora y Fauna, quienes terminaban justo ese día su rotación en el campamento. El hermano más locuaz del dúo descendía en un mulo.
Al reencontrarnos todos, supimos lo que había pasado. El problema se dio en el mismo campamento, pues al salir de él, Rocío tomó un camino a la derecha que la llevaba en una dirección completamente opuesta a la nuestra. Después de andar varios cientos de metros, notó mucho silencio en la zona. Además, sacó en cuenta que, con su lento andar, era muy raro que la retaguardia no la hubiera alcanzado ya. Decidió entonces regresar al campamento. Al llegar, tuvo la suerte de que los dos trabajadores aún no habían partido. Guiada por ellos, emprendió entonces el camino correcto hasta que se encontró con el Lachy y el Chema.
Después de enterarnos de lo sucedido, mi berro por culpa de Rocío se esfumó, porque la causa de la pérdida no había sido su habitual pereza, sino más bien su despiste. Cuando llegamos todos al río, nos despedimos de los dos trabajadores agradeciéndoles todo lo que habían hecho por el grupo, pues ellos se dirigirían a sus cercanas casas. Recogimos las mochilas que estaban ocultas tras la gran piedra y el Lachy cargó también la de Rocío. Los cuatro de la retaguardia comenzamos a andar con buen paso, halando el Lachy a Rocío de la mano. Después de un primer cruce del río, avanzamos por la orilla derecha hasta cruzar nuevamente la corriente. El camino que llevábamos nos haría cruzar el río Yara varias veces.
En nuestra caminata, pasamos el caserío de La Jeringa, donde algunos campesinos nos miraron con cierta curiosidad y donde vimos varias matas cargadas de chirimoyas. Andando por la orilla izquierda, vimos a una mujer que nos dijo que nos faltaba como una hora para llegar a Santo Domingo. Seguidamente nos sobrevino un tramo de farallones por no haber seguido el camino. Más adelante volvimos a la senda. El paisaje era hermoso por todos lados. Las bellas pocetas del río, sus rápidos, las gigantescas piedras grises y pelonas, la elevada vegetación a los lados, los cantos de las aves, algún que otro arroyo desembocando en la corriente mayor, el cielo despejado, todo confluía para deleitarnos a nuestro paso.
En uno de los cruces vimos a gente nuestra en la delantera y apuramos el paso. Eran Pedro Julio y Ernestico, que iban haciendo de retaguardia del resto de la tropa, acompañados por otros más. Cuando nos juntamos, les preguntamos por el Chema y recibimos con asombro la noticia de que el estudiante de Mecánica no los había pasado. Pensé en la posibilidad de que hubiese cogido por un camino más arriba y los hubiera rebasado sin que ellos lo notaran. Pero el propio Chema nos sacó de la duda cuando lo vimos acercarse desde atrás con cierta cara de angustia.
Una nueva pérdida se había consumado, cuando el portador de la importante misión de alcanzar a la delantera, había cogido un camino que lo alejaba del río. Finalmente dio con la casa del más locuaz de los trabajadores de Flora y Fauna, quien le corrigió la ruta a seguir. En fin, que la misión que le di no pudo ser cumplida, pero ya ni falta hacía porque los cuatro retrasados habíamos alcanzado a la retaguardia.
Más adelante nos topamos con un nuevo problema. Daniela, la joven profe de Eko, se había hecho un esguince de un virón de tobillo, y Frank, también de Eko, la iba cargando en la espalda. Al alcanzarlos, le pregunté a Daniela si no había probado a apoyar el pie con cuidado. Me dijo que Frank no la dejó y comenzó a cargarla. Pero justo en plena conversación, se apareció un joven campesino en mulo, que avanzaba en sentido contrario al nuestro. Al momento, le hablamos del apuro en el que estábamos y le “echamos el disparo” para que adelantara a Daniela en el mulo, al menos un tramo. El muchacho estaba algo apurado, pero accedió a llevarla hasta un sitio más adelante, lo cual fue un alivio para todos.
El buen paso que llevábamos nos presagiaba una llegada a Santo Domingo antes de las tres de la tarde. Después del adelantón a Daniela, esta siguió caminando por sus pies, aunque con bastante cuidado. Comenzaron a aparecer casas y más casas por la orilla derecha del río. Pasamos un gran terreno de hierba que nos quedaba por la derecha y comenzamos a ver las construcciones del campamento de pioneros, hasta que a las 2:05 de la tarde llegamos al destino los últimos de la tropa. Los alrededor de 14 kilómetros que separan al Alto del Cojo de Santo Domingo habían sido vencidos y allí nos esperaba el camión de montaña con su chofer para llevarnos hasta Bartolomé Masó.

Al soltar la mochila, Masiel se me acercó para decirme que más adelante estaba el Gobernador de la provincia de Granma, quien era también el padre de Rocío la de Eko. Fui al encuentro, pero no solo estaba el Gobernador con Rocío, sino también el Primer Secretario del Partido en la provincia y el director del campamento de pioneros, a quien conocí con anterioridad.
Las primeras palabra del Primer Secretario eran de preocupación y casi de crítica por no haber avisado de nuestra excursión. La conversación terminó con su para que no perdiéramos más tiempo y nos montáramos en el camión. Seguidamente, el Secretario le hizo un breve interrogatorio al chofer, para asegurarse de que estábamos en “buenas manos” para recorrer una peligrosa carretera. No obstante al apuro, me fui para el río a darme un baño, pues no “jugaba agua” desde la salida de La Habana. El resto ya se había quitado el churre en el Yara.

Lo que vino después fuer una continuidad de la carrera contra el tiempo, pero ya en transportes. Después de pagar nuestra estancia en el Parque, hicimos el recorrido hasta Bartolomé Masó por la complicada carretera. Una guagua en Bartolomé Masó –con merienda incluida–nos llevó, primero a Bayamo y después a Cacocum, donde nos esperó otra merienda –más cuantiosa–, y ni imaginar el hambre con el que le entramos.
Por fin vimos desde lejos el frente de la locomotora, hasta tenerla encima, y por una ventanilla se asomó el guerrillero número 68: José Julián. La alegría por verlo fue grande. Jose viajaba en el tren desde el Combinado de San Luis, donde no tuvo problemas para abordarlo.
A las ocho de la noche partió el tren de la estación de Cacocum. Las horas siguientes fueron de completo relax para la agitada tropa. La habitual merienda que ofertan en los trenes, de panes con jamón y refresco, completó la oferta culinaria de la hambreada tropa guerrillera. A las once de la noche, cuando apagaron las luces, el sueño ya había hechos bastantes presas en la tropa.
La madrugada se fue bastante tranquila, ayudada por el cansancio que cargábamos encima. En la mañana calzamos nuestros estómagos con los rezagos de las meriendas del día anterior. Provincia tras provincia, fuimos recorriendo gran parte de nuestra alargada isla, rotas ya las imaginarias barreras que se interponen entre universidades y facultades.
Cuando alrededor del mediodía llegamos a la estación de La Coubre en plena Habana Vieja, hacía rato que éramos un solo equipo. Al bajar al andén, nos dirigimos al parque de la terminal y allí nos tiramos las últimas fotos de grupo. Después cada cual cogió su rumbo llevando en sí una experiencia inolvidable. La lluviosa noche sobre el firme de la Maestra, luego de rebasar la loma de La Gloria, era tal vez la huella más visible que quedaba de la guerrilla, una marca hecha con penurias, pero con el gran saldo de constatar de que no hay obstáculo que no pueda ser vencido cuando hay decisión para hacerlo y se trabaja en equipo. La CUJAE y la UH habían estrechado vínculos recorriendo los senderos por donde hizo historia el Ejército Rebelde.