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Aviso para un futuro con IA

Redacción JT
17 enero 2024 | 0 |

Por Iramís Rosique

La Inteligencia Artificial sigue de moda. Su tecnología lleva décadas siendo aplicada y desarrollada, aunque sea ahora, con la popularización de servicios de Inteligencia Artificial generativa en Internet, que haya logrado salir a la palestra.

Desgraciadamente el sensacionalismo de una buena parte de los medios de comunicación ha sembrado rocambolescas pesadillas en un imaginario colectivo abonado durante años por cierta ciencia ficción. Entonces aflora el temor a la rebelión de las máquinas, a la gran mente cibernética que se apodera del mundo de los humanos y los somete o destruye, el temor al Yo, Robot, a la Matrix, al Mass Effect: el temor, en suma, a que las máquinas “inteligentes” les hagan a los animales “inteligentes” lo que estos se han hecho ―y continúan haciendo― unos a otros tantas veces ya.

La buena noticia es que cuando hablamos de Inteligencia Artificial hoy en día, nos referimos estrictamente a algoritmos matemáticos, muy sofisticados, pero que distan mucho todavía de emular la conciencia humana y, por tanto, de tener agencia y voluntad propia. 

Lo que resulta indudable es que la IA constituye una tecnología poderosa la cual, como bien advierte un entendidísimo del poder ―y la maldad― como Henry Kissinger, cambiará las reglas del juego de la sociedad, y no solo en el ámbito laboral o geopolítico, sino en el modo profundo en que percibimos la realidad.

Hace algunos meses durante una actividad en la Universidad de La Habana en la que se discutían los desafíos que la IA planteaba para la situación laboral de diseñadores e ilustradores, un profesor, de prestigio, nos sorprendió con una ingenua sentencia contra todo alarmismo al respecto: “la humanidad se adaptará”. Y con esto desestimaba, quizá, los peligros que la IA entraña como tecnología, o la pertinencia de pensarlos y, llegado el caso, denunciarlos.

Quizá por contraste al sensacionalismo escatológico de la gran prensa extranjera con respecto al tema, el debate público en Cuba es más parco en relación a esos desafíos y, de cierto modo, demasiado optimista con respecto a la implementación de la IA en nuestro país.

No dicen mal los que entienden que esta tecnología tiene todas las potencialidades para revolucionar y potenciar mucho distintos sectores de la sociedad cubana, especialmente en el ámbito productivo. Pero no se hace innecesario comentar la otra cara de esa moneda: los desafíos que conviene vigilar y atender con minuciosidad, y que protagonizaran sin dudas muchos conflictos en el siglo XXI.

La Inteligencia Artificial plantea dilemas que se pueden agrupar fundamentalmente en dos ámbitos: por un lado, las transformaciones y desafíos que incorpora en el orden de la producción material, y por otro los efectos de su implementación y efecto sobre los procesos de subjetivación de las sociedades. Obviamente ―o quizá no tanto―, el modo de producción de una sociedad y su modo de apropiación de la realidad, no son dos procesos independientes y asilados, sino que existen como dos momentos de la totalidad social. No obstante, hacemos esa distinción para ganar en claridad.

A diferencia de las tejedoras de un taller, las máquinas textiles no duermen, no comen, no se enferman y, sobre todo, no protestan ni exigen más sueldo. El discurso hegemónico ha logrado colocar, para el sentido común, la competencia como promotora de la innovación tecnológica bajo el capitalismo.

Sin embargo, quien estudie con detenimiento la historia de la innovación moderna y su correlato social, se percatará que no es la competencia como mera relación entre capitalistas, la que empuja a la innovación ―como tampoco lo es la buena voluntad de visionarios y adelantados―: la fuerza propulsora de los mayores avances tecnológicos que ha producido el capitalismo es, la contradicción entre el capital y el trabajo: es la lucha de clases. Es ella la que mueve al capitalista a buscar desesperadamente nuevas tecnologías que le permitan minimizar todo lo posible la presencia del trabajo vivo en el espacio productivo. Es decir, de seres humanos concretos con voluntades, destrezas variables, estados de ánimo distintos, y sentido de sus propios intereses.

La automatización desde la época de la Revolución Industrial está dirigida a eso: a suprimir del todo a los seres humanos del espacio productivo o, cuando esto se vuelve imposible, a forzar que dentro de ese espacio una persona no pueda hacer otra cosa que trabajar, que rendir al máximo. Las ciencias de la organización del trabajo fueron el otro componente de este proceso.

Esto ha estado sucediendo durante, al menos, dos siglos. ¿Cuál es el escándalo? Lo que ocurre es que una tecnología como la IA implica un punto de inflexión en el proceso de automatización del trabajo: aceleración por un lado y densificación por otro.

La IA no solo representará una nueva gran ola de automatización como lo fue la Revolución Industrial (aceleración), sino que además lo será en ámbitos del mundo de trabajo inimaginados (densificación), y que siempre se consideraron exclusivamente humanos y a salvo de la competencia con las máquinas.

No en balde algunos autores hablan de “hiperautomatización”. Quizá ahí radica la alarma: en que nuevos sectores de trabajadores asalariados ―algunos de ellos que, incluso, habían olvidado su condición bajo toda esa superchería neoliberal y posmoderna de “emprendedores”, “freelancers” y demás― han sido colocados cara a cara ante la precariedad y la relación destructiva del capital con el trabajo humano.

Como bien señala Luke Savage, la automatización podría liberar al mundo del trabajo, liberarnos a todos, pero no lo hará, porque vivimos en la época del capitalismo. Y por eso la IA será empleada en buena medida para prescindir de millones de trabajadores asalariados, muy a pesar de la injusticia inmanente al hecho de que, todo lo que una IA “sabe” hacer, lo “aprendió” de los humanos que sí saben hacerlo de veras y que no recibirán por ello más beneficio que la precarización laboral y el desempleo. Y en ello están juntos trabajadores tan distantes como los controladores de la calidad de una fábrica de botellas, y los ilustradores de una editorial universitaria.

Convendría pensar en Cuba ―donde el problema no es un excedente de fuerza de trabajo sino lo contrario―, cómo se daría ese reordenamiento del tejido productivo guiado por una política que contemple la protección del trabajo humano.

Otro aspecto material problemático, no solo de la Inteligencia Artificial, sino de toda la economía de los datos, es la huella ecológica que generan, debido al alto consumo de energía de los centros de datos, y aunque el empleo de energías verdes se implementa como una solución por parte de empresas como Google, esto constituye un desafío pesado para los países en vías de desarrollo como Cuba.

Los riesgos en el orden subjetivo y político de la Inteligencia Artificial están más diversificados. Lo primero que salta a la imaginación en este ámbito es la vigilancia tecnológica y el modo en que la IA potencia esa posibilidad.

Hemos visto cómo durante esta década, lo que comienza como un mecanismo empresarial de captación y fidelización clientelar en empresas como las de redes sociales, ha conocido un desarrollo tecnológico tal que, junto a la obtención masiva de datos producidos de forma inconsciente y su tratamiento por la inteligencia artificial, ha permitido la anticipación de las tendencias y la supervisión constante de los deseos e intereses de los usuarios. Esto tardó poco para pasar del mundo estrictamente comercial a lo gubernamental, al uso con fines de manipulación política y de vulneración de los sistemas políticos de los Estados, como fue el conocido escándalo de la empresa Cambridge Analytica.

Las IA generativas son tan célebres que a veces se olvida que los algoritmos de aplicaciones como Facebook o Instagram también son IAs cuyo objetivo no es generar datos nuevos sino extraer los nuestros, como si de un acto de minería se tratara. Si la IA generativa es posible en 2020, por ejemplo, se debe al feroz extractivismo de datos que la era del Internet permitió realizar sobre las subjetividades sociales.

Las máquinas no tienen un mundo de máquinas del que aprender. El aprendizaje maquínico se realiza sobre el mundo de los humanos, sobre su saber y sus representaciones sociales. Se ha demostrado ampliamente cómo el reconocimiento facial representa de manera errónea a las minorías sociales, y cómo los servicios de logística y entregas manejados por IA evitan los barrios de población negra.

Esto, en el debate sobre IA, se discute como “sesgo”, y entraña un problema muy serio en la medida de que los algoritmos de IA podrían contribuir a amplificar, profundizar y naturalizar prejuicios y desigualdades sociales estructurales, sobre todo cuando se implementan en tareas de administración pública como la asignación de recursos, la seguridad o la impartición de justicia. 

Esto a su vez también es relevante en ámbitos como la educación, la gestión del conocimiento y la circulación de información en la esfera pública, lo que hace a la IA especialmente sensible con respecto a temas como la posverdad y en general los modos de verificación y veridicción en una sociedad.

El conjunto de desafíos que entraña esta tecnología, no debe orientarnos hacia posturas neoluditas o apocalípticas, sino que debe servir de incentivo y concientización sobre la necesidad de políticas públicas que no solo impulsen el desarrollo de esa tecnología, sino que aseguren que ese desarrollo sea en beneficio de todos y todas, además de otorgar a los diversos actores sociales herramientas para sacar provecho de la IA y también para protegerse de sus potenciales usos irresponsables y perjudiciales.

No se sublevarán robots con la intención de destruirnos, pero sí podría la IA hacer de este mundo ―y este país― un lugar peor, de ser abandonada al arbitrio exclusivo del interés egoísta de lucro.

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