La Doctora en Ciencias Físicas Mayra Hernández y el maestro Carlos Canino con el microscopio de efecto túnel. Linterna en mano, observe que la punta de la aguja está lo suficientemente próxima a la muestra como para iniciar el barrido. Foto: Alexander Isla/Archivo JT
Picada por la curiosidad, apenas un instante le tomó a la inquieta Alicia de Carroll tomar la decisión de perseguir al parlante conejo blanco que la hundió en el país de las maravillas. Quién se resiste a la posibilidad de llegar más lejos, penetrar más hondo, mirar lo que nadie ha visto…
Lo sabe la Doctora en Ciencias físicas Mayra Hernández. Sin ser protagonista de ninguna fantasía literaria, ella se sumergió en el insondable mundo de lo invisible para los ojos y, junto a un pequeño grupo de investigadores y técnicos del Instituto de Ciencia y Tecnología de los Materiales (IMRE), de la Universidad de La Habana, puso a punto el primer instrumento nanotecnológico hecho en Cuba, un microscopio de efecto túnel. Con él se obtuvieron las primeras imágenes de resolución atómica en la Isla.
No resultó sencillo, a pesar de contar con la colaboración de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que puso su experiencia en la confección de los cabezales del microscopio. El escenario de la nanotecnología es el de la miniaturización extrema. Como visitar el país de Liliput, pero a una escala mucho más pequeña que ese otro que Gulliver conoció en sus viajes.
Construir entonces –con medios bastante rústicos- una mesa antivibratoria, para descartar que vibraciones o ruidos ambientales incidieran en la fidelidad de las imágenes, supuso muchos desvelos nocturnos. Al igual que crear el software con el cual dirigir todo el sistema instrumental, y también elaborar puntas, que tuvieran idealmente un átomo, para el escaneo de las superficies.
El suceso debe avivar el desarrollo de la nanotecnología en el país, cuya limitante fundamental ha sido precisamente la incapacidad tecnológica de “ver” los átomos, solo posible hasta ahora en laboratorios foráneos o por medición indirecta. Y de ver a manipular, a mover o estudiar estructuras, moléculas, no hay más que un breve paso. Según la doctora Mayra, ya hay algunos pedidos de laboratorios de la propia Universidad para anclar moléculas sobre superficies.
Nunca es tarde si la dicha es buena
La nanotecnología ofrece una posibilidad que algunos todavía no logran aquilatar. La de construir “de abajo hacia arriba”; la de armar estructuras y dispositivos con cualidades nuevas o superiores mediante la manipulación de los átomos y la síntesis o ensamblaje de moléculas.
El mundo nano es el del universo imperceptible para el ojo humano: el de las proteínas y los átomos. Un nanómetro (nm) es 10 a la -9 (0,000 000 001), una mil millonésima de metro. Para que se tenga una idea: la cabeza de un alfiler mide entre uno y dos milímetros (10 a la -3) y las células de las plantas y los animales alcanzan entre diez y cien micras (una micra es 10 a la -6).
La posibilidad de avistar tales “profundidades” de la materia tuvo lugar en los años 80 del pasado siglo, cuando los investigadores Heinrich Rohrer y Gerd Binning, de la empresa IBM, revelaron un instrumento que les permitió ojear por primera vez superficies con resolución atómica: el microscopio de efecto túnel. Su modo de acción evocaba el método para la lectura del código Braille o la manera en que una aguja de los antiguos tocadiscos “lee” la música grabada en los Larga Duración de acetato.
El STM (siglas en inglés de Scanning Tunneling Microscope) emplea una punta conductora muy afilada que recorre la superficie del material a breve distancia sin llegar a tocarla. Como la superficie es de un material conductor o semiconductor, en el vacío que queda entre ella y la punta circula electricidad. En función de las diferencias de corriente cuando la punta baja y sube, un software conectado al sistema construye una imagen de la superficie de la muestra y de cómo están dispuestos los átomos.
Ese acontecimiento científico y tecnológico, y la posibilidad de replicarlo, se instalaron en los sueños de Mayra Hernández desde principios de la década del 90, cuando iniciaba el planteamiento de su tesis sobre análisis de superficies de semiconductores. Iniciaban tiempos difíciles, pero como toda buena cubana ella tomó sus riesgos y decidió persistir, “echar pa´lante”.
“A partir de una revisión profunda de los microscopios que hoy se llaman de aproximación (el de efecto túnel y el de fuerza atómica), concluyo que era posible acometer la realización de un STM en Cuba pues, en lo fundamental, se basa en mediciones eléctricas; de alta calidad, pero mediciones eléctricas. Esto exigía la creación de una punta muy fina, que teóricamente terminara en un átomo, pero ya nosotros veníamos haciendo puntas para mediciones y no abrigábamos ningún miedo. El gran problema era la construcción del cabezal, ya que no teníamos acceso a talleres de mecánica adecuados”.
Comenzó entonces una especie de peregrinar en la búsqueda de otros laboratorios o centros de investigación con avances en el plano herramental y prestos a colaborar; periplo signado incluso por las limitaciones impuestas por el cerco yanqui al país, que ahuyentaron a especialistas norteamericanos inicialmente interesados en cooperar. Afortunadamente, México lindo y querido abrió puertas. Como dice el refrán: nunca es tarde si la dicha es buena.
Silencio en la sala
Proceso de elaboración de las agujas de medición. Plano general del equipo y momento en que se produce la reacción electrolítica. |
“Ese cabezal que estás viendo trabajar lo hizo con sus propias manos el investigador de la UNAM al frente de los microscopios de tunelaje”, revela Mayra, mientras la computadora ordena a la aguja por dónde tiene que pasar para develar la imagen de unos nanotubos colocados sobre un sustrato de vidrio recubierto con una capa de oro.
Lógicamente, no se puede apreciar a simple vista y hay que esperar por la imagen en pantalla, pero me siento una privilegiada al contemplar el suceso, apenas medio siglo después que el físico estadounidense Richard Feynman dictara su conferencia “Hay mucho sitio en el fondo”, acta fundacional de las nanociencias.
Y de qué forma logran saber cuándo la exigua punta de la aguja está lo suficientemente próxima a la superficie como para iniciar el barrido, interrogo estupefacta. “Proyectando sobre ella una luz y viendo el reflejo que la agujita hace en la superficie”, contesta Mayra sonriendo.
Otras sorpresas no me conceden tiempo a disfrutar lo que presencio. El microscopio se asienta sobre una especie de montículo émulo de Frankestein: cámaras de automóvil, piezas de granito y arena lo conforman. Es la mesa antivibratoria. “Está fea, dice Mayra, pero funciona como debe. Evaluamos su calidad con el experimento de Michelson; hay mucha ciencia puesta en ella”.
Uno de los responsables del acontecimiento científico, el ingeniero Carlos Canino, aprovecha entonces mi estupor momentáneo y rememora que también fue necesario alcanzar en el laboratorio la mayor limpieza de señales posible; es decir, bajos niveles de ruido, para diferenciar entre la señal útil, muy pequeña, y el “sonido” habitual que emite la electrónica circundante. “La medición es eléctrica, y si se ahoga en el ruido electrónico pierde fidelidad. En una discoteca, por el contrario, la música es tan fuerte que impide distinguir el ruido intrínseco de los equipos”, ejemplifica.
Canino es también el creador del software para dirigir el sistema instrumental, el garante de que las pequeñas señales analógicas procedentes del cabezal se conviertan en digitales. Luego, con un programa comercial de procesamiento de imágenes, se obtiene finalmente la foto de resolución atómica.
Imagen de la aguja y detalle de su punta. |
Claro, para llegar al hurra sostenido, a la ovación final, hubo que contar con un jovencísimo técnico medio en electrónica, ex sonidista del ICAIC, Antón Mesa Popov, el hombre de las agujas de medición.
En un artefacto parecido a una máquina de coser, de forma exclusivamente manual, y con paciencia rayana en lo ilógico, Antón introdujo un pequeño fragmento de alambre de tungsteno de 0,25 milímetros en una solución electrolítica. “El líquido hace una especie de menisco sobre la punta –expone-, y ahí, en la interfase aire líquido, donde la tensión superficial de este rompe hacia arriba trepando por el alambre, con presencia de oxígeno, ocurre la reacción que erosiona el tungsteno hasta formar la punta; después se corta el alambre y ya está lista la aguja”.
No resulta sencillo, aunque lo parezca. “El problema es cuándo parar. Si no detienes el proceso electroquímico en el momento justo, la punta útil se echa a perder. O si sumerges a la distancia incorrecta. Solo con muchos ensayos, cautivo frente a ellas, logramos las agujas, con alrededor de un 60 por ciento de reproducibilidad”.
Según Mayra, el proceso fue “extraordinariamente difícil” porque tampoco poseían un sistema indirecto de medición de la calidad. Hubo que montar en el microscopio cada nueva aguja y probar así, una a una, si eran adecuadas para ver la imagen de resolución atómica. “La verdad la dice el nanoscopio cuando montas la punta y comienzas a explorar”.
Desde que iniciaron los trabajos para la construcción del STM hasta la fecha en que se hicieron las entrevistas para esta historia, Antón había hecho unas 30 agujas. Con una versión de un equipo semiautomático en preparación, ese día, en unas dos horas, creó ocho, con una reproducibilidad de un 80 a 90 por ciento.
“En una jornada se pueden gastar cinco o siete agujas, porque a esa escala cualquier pequeña mota de polvo puede romper la punta. Eso habla del valor de poder automatizar el proceso”.
Cuando al final del día se ensombrece la populosa intersección de Zapata y G, en el Vedado capitalino, a unos pasos del IMRE, es probable percibir algo de luz tras las ventanas de un semiescondido y estrecho local de los bajos del centro. Pocos paseantes, empero, podrían intuir que en esos momentos funciona allí un tipo de microscopio que ha implicado una revolución científica a escala planetaria. Es cierto que en el mundo se venden comercialmente artefactos de su tipo, pero el precio está en unos 200 mil dólares.
Horas después, con el sol ya en el cenit, Mayra y su equipo, en el que también está el Maestro en Ciencias Javier Martínez, se apuntan en la agenda próximas metas: diseñar la celda electrolítica necesaria para poder trabajar moléculas biológicas y construir otro tipo de microscopio: el de fuerza atómica.
“Ya alcanzamos el primer escalón”, se regocijan. “Ahora tenemos que proyectar nuevas ideas”. ¿Llegar más lejos, penetrar más hondo, mirar lo que nadie ha visto? ¿Por qué no?
Amiga y profesora en la decada de los 80. Muy lamentable noticia, realmente me estremecio su fallecimeiento.
Una de las mayores científicas cubanas. Tuve el privilegio de conocerla y nutrirme de sus conocimientos. Gracias por recibirme y enseñarme no solo ciencia sino también valores que me llevo conmigo. Es un duro golpe para los que te quieren y las tantas personas a las que guiabas. Tu legado seguirá presente. Quisiera expresarte más cosas pero no acabaría. GRACIAS