Por Dailene Dovale de la Cruz
Alrededor todo es verde: verde viento, verdes ramas. El patio se extiende junto al hogar, le crecen árboles frutales; la imagen resultante es un homenaje a Federico García Lorca. Verde es el color de la mujer que camina frente a mí y muestra cada detalle de la finquita, como le llama, de las matas de mango, maracuyá, guayaba; de las hormigas, de los vecinos. La tierra aquí no es apenas una figura literaria, otra más, sino la vida que crece, que recibe cuidados constantes y, por qué negarlo, el alimento en la mesa, la inspiración de un emprendimiento, y algo tan dulce como el platanito que brinda al recibirme el 2 de agosto.
La gente del barrio la identifica como la investigadora, la que ha viajado, e indican que vive al fondo de una calle pequeña. Su esposo abre la reja al mediodía y entre tanto color y tanta brisa siento que entro a otro espacio y tiempo, más suave y alejado de los calores habaneros, pero no menos activo. Es una vida distinta la que construye Yamilé del Carmen Luguera con su compañero e hijo. La primera palabra, mientras fríe plátanos y prepara el almuerzo, lo confirma: tiene especial cuidado hacia los animales. “Si encuentro un alacrán, intento publicar una foto y dar consejos de que no es un animal negativo”, dice mientras termina de preparar el arroz.
Yamilé deja en sus redes datos, curiosidades y mensajes para concientizar sobre la naturaleza, en especial de animales como los murciélagos que, contrario al prejuicio popular que los cataloga como malos, ella, desde niña, los encontró fascinantes.
Dice, al inicio de la tarde, que puede hablar mucho y de todo sobre su vida, que nada más necesito preguntar. Comenzamos a andar en sus recuerdos y noto que, en efecto, tiene mucho para contar alguien que ha hecho inmersiones al fondo del mar, que ha investigado en cuevas, que ha trabajado en museos, que ha escrito crónicas de viaje. La pasión por la naturaleza, por la ciencia, y una especial habilidad para narrarlo forman parte de lo que es ella, una mujer ante todo curiosa e independiente. Pero en ese instante todavía no lo sé, todavía es una imagen difusa y varias preguntas en un papel.
“A lo mejor quieres grabar. Mira, estos son platanitos, todo es del patio –señala la meseta–. Tú me vas diciendo”, comenta sin dejar de moverse. El verde lo trae ahora en las palabras.
¿Cómo se veía a sí misma de niña?, pregunté muy al principio y la caminata inicia, el monte, la naturaleza toda, atrae e interpela en cada recuerdo.
“Me gustaban mucho los animales, la naturaleza. Fantaseaba con los muñequitos relacionados con el mar, el monte, las cuevas. Nací así. La mayor influencia fue mi abuelo, que vivía conmigo y diría que era un aventurero, una persona trabajadora y ocurrente. Él iba al campo, les llevaba ropas, juguetes a los hijos de los campesinos; regresaba con frijoles y arroz. Era una especie de intercambio. Siempre intentaba irme con él. Esas fueron mis primeras expediciones y el lugar donde surgió la inspiración. De ahí vienen los primeros recuerdos relacionados con mi vida actual ¿no?
“En mi primera infancia tocaba todos los animales, también aquellos a los que las personas desarrollan fobias con frecuencia. Decía que iba a ser veterinaria. Mi papá trabajaba en un almacén, un día se cayó el animalito y lo trajo a casa. Yo tendría seis o siete años. Venía en una caja de crayolas que utilizaban para marcar las cajas. Lo adoré, andaba con él para arriba y para abajo, mi papá tuvo que explicarme la necesidad de soltarlo una vez recuperado para que no muriera. Esa fue la inspiración. Siempre fuimos una familia sin mucho nivel económico. Mis padres eran obreros. Mi mamá laboraba en el archivo de historias clínicas de un hospital. Y mi papá trabajó en un almacén. Eran inteligentes y siempre estaban leyendo los libros.
“Del primer viaje a la Cuevas de Bellamar recuerdo el momento en que se apagan las luces y no ves nada. Me gustó la experiencia, pero no conservo detalles. Eso sí, disfruté la caminata por la cueva, que entonces veía más grande. La parte visible para el público es más bien pequeña, en comparación con su tamaño total. La turística es la más accesible, echaron cemento en el suelo para que la gente pudiera caminar con más estabilidad. Hay galerías espectaculares que casi nadie ve, pues el turismo tiende a dañar. Las zonas que se enseñan al público no tienen todo el esplendor, se han ido ensuciando. Ese otro rostro de las Cuevas, el menos accesible, es más hermoso. Tiene galerías intrincadas donde hay fósiles de animales (vertebrados terrestres y aves).
“¿Qué tipo de estudiante era? Intranquila, no me concentraba bien. Tenía miles de caballitos en la cabeza, o eso decía mi mamá. No fui de las estudiantes destacadas, al menos no en la primaria o la secundaria. Era malísima en Matemática, pero siempre fui muy activa, me apuntaba en cuanto deporte había: balonmano, voleibol, natación”.
La muchacha audaz, llena de energía y con una curiosidad infinita por la naturaleza y los animales pensó en ser veterinaria, ponerle así conocimiento y sabiduría a ese amor que sentía desde niña. Los planes cambiarían luego. Al terminar la secundaria esa carrera no llegó. Tampoco quería ir para una beca en el campo. Yamilé pensó en Zootecnia, pero solo llegaron plazas para varones. Buscó ayuda en su mamá, otra mirada más sabia para encontrar un técnico medio adecuado a sus intereses y habilidades. Y hubo una opción que consideró mejor.
Había participado ya en un círculo de interés sobre mecánica automotriz, evaluó los pros y contras: embarrarse las manos no le molestaba. Así inició sus primeros estudios, técnico medio en automotriz. Quizás la mayor definición de su vida ocurrió de forma paralela a los estudios formales: aprendió a bucear.
Encontró una convocatoria y se apuntó en el club Barracuda en el municipio de Playa. Vendió tres vestidos para pagar la inscripción, que costaba 300 pesos. En las mañanas Yamilé estudiaba en el técnico medio, por las tardes, aprendía a bucear. “Esa fue mi primera pasión”, dice. Una vez graduada, solo duró dos meses en su trabajo. Se inició en el oficio de pintar y pulir uñas. Siguió cuanta convocatoria fuera noticia. Intentó ingresar como entrenadora en el Acuario Nacional y resultó finalista. También probó como modelo subacuática, pero ese proyecto no fructificó.
“Ese equipo tenía un proyecto con el gabinete de arqueología de la Oficina del historiador, trabajaban en el barco de San Antonio, un navío hundido en la entrada de la bahía de La Habana, cargado con losas de piso y sacos de sal. Después de cien años bajo el agua se les hicieron pruebas a las losas y estaban en perfecto estado. Había un proyecto para desalinizarlas y colocarlas en diferentes lugares de La Habana, como el Hotel Nacional de Cuba, el ICRT… Fui al gabinete y empecé a trabajar con ellos. Estuve seis meses en el proyecto del barco, sin plaza y cuando se abrió una me quedé trabajando allí. Fue el primer trabajo que me gustó.
“Ahí venía una carrera que se estudiaba en el Instituto Superior de Arte, Conservación y Restauración de Bienes Muebles, donde se impartía un año de arqueología. Pedí permiso, me presenté a la prueba de ingreso de la carrera y entré. Estudié restauración de pintura caballete, restauración de pintura mural, restauración de cerámica, arqueología en general, restauración de tela, de papeles. Fui de los primeros ingresos de esa carrera. Y ahí me hice universitaria.
“A la par, cambié de trabajo a una empresa que se dedicaba a investigaciones subacuáticas. Luego estuve tres años sin empleo, salí embarazada y tuve al niño. Cuando él tenía ocho meses, ya estaba en el mundo de la espeleología. Hizo su primera expedición a los dos meses. A los cinco años lo llevamos a casa de Tomás en Cinco Pesos, que es el nombre popular de la comunidad Ciro Redondo entre Bahía Honda y San Cristóbal en Artemisa. Siempre nos hacemos fotos en los mismos lugares para mirar mejor cuánto ha crecido”.
Yamilé del Carmen Luguera confía en la labor en equipo para las investigaciones subacuáticas y para las expediciones en montes y cuevas; en su hogar, asumiría una dinámica similar con su pareja. Él y ella se responsabilizan con las tareas domésticas de forma equitativa, comparten el trabajo doméstico y en la finquita, se apoyan y acompañan en cada proyecto desafiante, se dan ánimos… Él optó por la licencia de maternidad, que hoy se extiende a los padres y abuelos trabajadores. “¿Por qué no pides la baja?” “¿Por qué no se hace cargo ella?”, fueron las primeras interrogantes de sus jefes. Tampoco hicieron demasiado caso a los cuestionamientos. Era su derecho.
Fueron años desafiantes, no hubo un instante de desidia en su vida, cuando no tuvo un empleo formal empezó a colaborar con Prensa Latina. Era reportera de temas de naturaleza, pero quizás su especialidad fueron las crónicas de viaje. Narraciones casi cinematográficas de sus expediciones. Sin tener formación literaria o como periodista, conseguía textos limpios, hermosos y que despertaban la curiosidad y el interés en los lectores.
Como las huellas del caminante en la tierra, Yamilé ha marcado con sus pasos diversos terrenos, siempre guiada por el interés hacia la ciencia y la naturaleza. Es prueba de ello la Federación Cubana de Actividades Subacuáticas, el Castillo de la Fuerza donde trabajó durante ocho meses, el Museo de Ciencias Naturales (allí conoció al maestro Gilberto Silva Taguado, de quien aprendió muchísimo en la investigación sobre murciélagos). Durante esos años no abandonó la investigación subacuática porque participó en un proyecto en la investigación de fósiles (perezoso megalocnus rodens) en conjunto con un museo canadiense de historia natural y que era filmado por la National Geographic.
Desde el museo organizó proyectos con la Fundación Antonio Núñez Jiménez y ese sería su siguiente trabajo, a finales del 2018. También colaboró con Osmel Francis Turner, de Cubanos en la Red. El trabajo en la Fundación resultaba interesante, pero tuvo que irse. Recuerda este punto del camino con tristeza. Tuvo excelentes compañeros, había recursos para trabajar, pero problemas con las formas de dirección.
“¿Cómo te vas a meter a campesina?”, le dijeron cuando comentó sus planes de dedicarse a trabajar en el patio, durante esa etapa de desempleo. Empezó a laborar entonces en el Centro de Investigaciones Marinas de la Universidad de La Habana. Al igual que en el museo enfrentó malas condiciones de trabajo y allí le sorprendió la pandemia de la COVID-19.
“Ahí fue donde nacieron los emprendimientos. Tenía una colección de cactus y suculentas, vendí plantas por Internet. También era época de mango y a una finca cercana los frutos se les echaban a perder. Al dueño no le molestaba que los tomáramos y todo el barrio iba. Nosotros los vendimos hechos pulpa. Íbamos con el niño y era la hora de estirar las piernas. Lo hacíamos totalmente natural, ideal para bebés. También hicimos aceite de coco. Vendíamos también posturas de plantas de fruta, de condimentos y medicinales.
“Desde inicios del 2022 trabajo en el Centro Nacional de Áreas Protegidas, en el departamento de Comunicación y Comunidad. Hemos viajado por todo el país, sobre todo estudiando las comunidades que viven en torno a las áreas protegidas, buscando soluciones para la reproducción de la vida que sean amigables con el medio ambiente”.
¿Quién es ella? Pudiera ser la convergencia de varias: la apasionada, la curiosa, la investigadora, la que vive en las afueras. Es su vida un viaje a las esencias, una búsqueda que tiene lugar en la naturaleza. El paisaje cambia. Es a veces verde como las sierras y el monte cubano, o azul como las profundidades y tantas otras tiene el olor a humedad y la oscuridad de las cuevas. Ella es la mujer enfundada en un traje rosado en la entrada de la Cueva de los Portales con el Valle de Viñales al fondo; la mujer maestra, que vestida de verde y con las luces de la linterna, le enseñaba un murciélago a su hijo en diciembre de 2022, justo como su papá lo había hecho con ella casi veinte años antes.